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No sin mi robot

1 de junio de 2018
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Ha pasado antes y vuelve a ocurrir ahora, como si el conocimiento humano no fuese acumulativo y, a cada momento, hubiese de revisarse lo que sabemos, las experiencias que hemos vivido y las enseñanzas que podemos extraer. Una invasión de nuevos luditas amenazan la convivencia y la tranquilidad de aquellos que temen salir perjudicados del lance. Pero, ¿existe fundamento para el temor?. 

El ludismo fue la reacción popular (1811-1816) contra las máquinas (básicamente telares industriales y máquinas de hilar) que en los albores de la Revolución Industrial amenazaban con dejar sin trabajo a los artesanos trabajadores menos cualificados y con salarios más bajos. Ned Ludd, un joven que había roto dos telares algunos años antes, pasó a dar nombre a un movimiento caracterizado por la fobia a la tecnología por las implicaciones que tiene de cara las condiciones laborales de los trabajadores. 

Las previsiones para los próximos años no parecen del todo halagüeñas. Un estudio de Mckinsey Global Institute prevé que hasta 800 millones de trabajadores sean reemplazados por robots en un horizonte temporal bastante cercano, el año 2030. De hecho, según este estudio, en países como Estados Unidos o Alemania hasta un tercio de su fuerza laboral activa habrá que buscar nuevos empleos, mientras que en el Reino Unido el 20% de todos los empleos serán automatizados y ocupados por robots en el mismo periodo de tiempo, el año 2030. Un trabajo frecuentemente citado y elaborado por los profesores de la Universidad de Oxford, Carl Benedikt Frey y Michael A. Osborne (“The future of employment: How susceptible are jobs to computerisation?”) es todavía más contundente: El 47% de los empleos en Estados Unidos corren el riesgo de ser automatizados. Aunque con el paso del tiempo se ha ido rebajando algunas de las previsiones más pesimistas de este paper, no es menos cierto que su influencia ha sido notable. Y el modelo lo han ido reproduciendo para otros países con resultados igualmente sorprendentes, en Finlandia el 35% de los puestos de trabajo corren peligro, mientras que en Alemania podrían llegar hasta el 59% y en el sur de Europa superar incluso el 60%. La metodología del trabajo de Frey y Osborne presenta lagunas que han sido desnudadas por otros autores, sin que pueda negarse el éxito de los profesores de la universidad británica a la hora de trasladar su (pesimista) visión. Lo que intentaron determinar es cuántas tareas pueden quedar fuera del alcance de los ordenadores, aceptando que su capacidad para desarrollar nuevas habilidades crece cada día. Tras reunirse con expertos en inteligencia artificial aíslan una serie de atributos que llaman “cuellos de botella de ingeniería” para deducir lo que no podría automatizarse. Tras esto, analizan el listado de 903 ocupaciones en Estados Unidos y comprueban cuántas de ellas no presentan ninguna de estas tareas, con lo que son fácilmente automatizables. Con estos datos, multiplican cada una de esas ocupaciones por el número de empleados de cada una y observan el resultado obtenido. Les cabe el honor de ser, seguramente, los que ven el futuro de forma más sombría y a desmentirle se han dedicado también otros trabajos. Por ejemplo, en “El riesgo de automatización del empleo en la OCDE”, Melanie Arntz de la Universidad de Heidelberg con Terry Gregory y Ulrich Zierahn del centro Europeo para la Investigación Económica discrepan de los elementos más alarmantes del estudio de Frey y Osborne. Estos asumen que los contables, por poner un llamativo ejemplo que no es único, realizan su trabajo sin interactuar con otros colegas por lo que le atribuyen una probabilidad del 98% de desaparición a manos de máquinas. La realidad contradice tan sugerente interpretación, en los países de la OCDE, apenas el 24% de los contables realizan su trabajo en esas condiciones de soledad. Lo mismo ocurre con los vendedores, para los que se estima el riesgo de sustitución en el 92%, obviando que lo usual es que estos vendedores estén integrados en equipos en los que la empatía es esencial. 

Esas conclusiones de Arntz, Gregory y Ziehran no pasan por alto las consecuencias de la automatización pero reducen mucho su impacto. Así, para Estados Unidos consideran que el 8,9% de los trabajadores corren peligro de ser reemplazados pero aportan para otros países datos igualmente llamativos. El caso de Alemania es curioso, corren sus trabajadores más riesgos porque sus necesidades de comunicación son inferiores a las de los ingleses. El rango, en cualquier caso, en el que se mueven estos países varía entre el 5,9% de Corea del Sur al 12,9% de Grecia, siendo el dato de España del 11,7%, por encima de la media de los países OCDE que estaría en el 9%. A pesar de las diferencias expresadas, los autores citados consideran que se exageran estos cuellos de botella, que son definidos por ingenieros con tendencia a olvidar que las dificultades técnicas no son las únicas que hay que superar antes de poner un producto en el mercado. También han de ser viables económicamente, contar con profesionales formados -proceso que conlleva una inversión económica pero también de tiempo-, atender a los componentes éticos -es curioso que una carrera que hace años se consideraba muerta hoy tenga demanda entre las empresas tecnológicas, tal es el caso de la Filosofía- o jurídicos, como bien muestra la larga batalla legal de Uber, Airbnb o Cabify. 

 

El servicio de estudios del BBVA admite que el debate sobre el impacto de la revolución tecnológica en marcha está abierto, señalando que hay dos visiones ante lo que nos depara el futuro: la pesimista, que encarnarían Frey y Osborne frente a la optimista de Arntz, Gregory y Zierahn. Pero, ¿es un asunto de blanco o negro? El documento de la entidad financiera se centra en lo que ya sabemos ocurrió en las dos revoluciones industriales anteriores (la máquina de vapor y la electricidad como elementos disruptivos) para concluir que los pesimistas tuvieron razón respecto a ciertos sectores productivos aunque los optimistas ganaron la apuesta en el largo plazo a nivel agregado. Es decir, hay una ganancia neta para la sociedad en estos procesos pero los ganadores y los perdedores no son las mismas personas, esto es, hay perdedores en todo el proceso que tienden a manifestar su rechazo y sus miedos. Pero, aquí está una de las claves, mirando solo para los Estados Unidos, en un siglo de desarrollo (desde 1900 a 2000) su renta per cápita se multiplicó por siete, su tasa de desempleo fue menor y se redujo el número de horas semanales trabajadas, pasando de 60 a 40. Aunque pueda parecer contraintuitivo, los países más automatizados y digitalizados presentan menores tasas de paro. La digitalización de las empresas industriales no parece tener impacto sobre el empleo a nivel agregado aunque ha generado desempleo persistente en zonas metropolitanas de EEUU que albergaban empresas más expuestas a la automatización (y una de las razones del triunfo de Trump). 

El BBVA propone que se gobierne el cambio con “políticas que potencien la innovación y su difusión, que generen empleo, que promuevan la igualdad de oportunidades y la equidad, y que mejoren el funcionamiento de las instituciones”. 

TRABAJOS CON MAYOR RIESGO

Para la OCDE, el elevado riesgo de automatización se da en profesiones y oficios que se dediquen al intercambio básico de información, ventas y compras y las que implican habilidades manuales sencillas. El riesgo de automatización, por tanto, es más elevado entre los trabajadores con una cualificación profesional menor, afectando en menor medida a los que cuenten con un nivel alto de formación. Para la OCDE, es imperativa la necesidad de recualificación y formación adicional de los trabajadores que puedan perder inicialmente su empleo por la automatización con el fin de que tengan la oportunidad de acceder a  nuevos puestos de trabajo con otro contenido. 

La consultora PwC también ha hecho sus estimaciones y en un trabajo titulado “Will robots really steal our jobs? An international analysis of the potential long term impact of automation” (“¿Nos robarán realmente nuestros trabajos los robots? Un análisis internacional sobre el impacto de la automatización”) especula con que la automatización del mercado laboral vendrá en tres grandes oleadas, desde ahora y hasta el año 2030. Una primera, en la que estamos inmersos y durará todavía dos años más, denominada algorítmica, donde se irán alterando las labores más sencillas y del análisis estructurado de datos. La segunda, ampliará el intercambio de información  y afectará al análisis de datos desustructurados y que se prolongará hasta la mitad de la próxima década. La tercera, que han denominado autónoma, permitirá no solo la automatización de tareas rutinarias, también de destrezas manuales y de la resolución de situaciones y problemas en tiempo real. El impacto previsto en España es definido de liviano para la primera de las fases, de tan solo un 3%. Igual tiene que ver con la tardía tasa de robotización que presenta nuestro país frente a otros como Corea del Sur. Pero en el largo plazo la cosa cambia –parece claro, por otro lado, que las previsiones a largo plazo pueden verse afectadas de manera sustancial- porque podría alcanzar hasta el 34%, con una mayor afectación entre los hombres (39%) que entre las mujeres (28%), con especial incidencia en los trabajos con un nivel de formación medio (39%) y bajo (44%). Los trabajos relacionados con el transporte y la logística más la industria son los que potencialmente más pueden verse afectados de mayor manera, con caídas de entre el 52% y el 45%. Otros sectores como el de la alimentación presentan descensos más moderados (34%) mientras que la educación presenta riesgos más asumibles.

Otro trabajo reciente, “Robótica y su impacto en los recursos humanos y en el marco regulatorio de las relaciones laborales” (Cuatrecasas, editado por La Ley) se estudia el desafío que supone la masiva irrupción de los robots en los trabajos y se sostiene, así se dijo en la presentación de la obra, que la implantación de máquinas no destruye empleos, solo redistribuye tareas, que ha sido siempre así puesto que los robots complementan y aumentan la labor humana realizando tareas rutinarias y, usualmente, las más peligrosas. Cuando una ocupación se mecaniza por completo, resulta lógico que el puesto asociado desaparezca pero, y ahí la sorpresa, de las 271 profesiones registradas en el censo de Estados Unidos en 1950, solo había desaparecido una en 2010 como consecuencia de la tecnología y era la de ascensorista. Otros expertos apuntan a que la mecanización suele ser parcial, casi nunca se produce de forma absoluta y definitiva. En esos casos, el empleo no solo no se destruye, incluso aumenta, es que lo sucedió con la industria textil en el siglo XIX. El abaratamiento de la ropa la hizo accesible a millones de personas y para atender ese aumento de la demanda hubieron de contratar a más personal. Otro ejemplo, más reciente y llamativo, lo encontramos con los cajeros automáticos. James Bessen, de la Universidad de Boston, sostiene que desde el año 2000 la instalación de esos artefactos creció a una tasa anual del 2% pero los trabajos en la banca a tiempo completo se incrementaron. Las máquinas tienden a reducir los costes y permiten llegar a lugares que hasta entonces no era posible por sus tasas de rentabilidad. Es claro que los cajeros de toda la vida se deben reconvertir y en estos años se han especializado en la atención personal, la gestión o las tareas comerciales. Algo que ha ocurrido en otras muchas profesiones de igual forma, haciendo valer aquella máxima de Schumpeter sobre la destrucción creativa que se da recurrentemente bajo el capitalismo de libre mercado. Sin embargo, pese a ser algo que se repite con frecuencia en el tiempo es pretendidamente refutado por parte de quienes no terminar de asumir la naturaleza compleja del proceso. Es claro, lo hemos señalado ya, que se producen pérdidas claras y que no siempre quienes lo viven pueden beneficiarse de la nueva ventajosa situación pero también es cierto que en el conjunto de la sociedad se dan ganancias claras de ingresos y trabajos, aumentando lo primero y reduciendo las horas destinadas al segundo. Pero hay otros fenómenos igualmente obstinados que solo se pueden apreciar si se sigue aquella legendaria invitación que hiciera Frederic Bastiat a mirar lo que no es visible tras una primera visualización, a indagar más allá. El aumento de la producción convierte bienes que antes eran más caros en accesibles y el abaratamiento consiguiente se traslada al ahorro de los consumidores. Este nuevo ahorro será destinado a nuevos consumos, las más de las veces en otros bienes que carecían de una demanda tan sustancial, con lo que es posible que en esas actividades también se produzcan nuevas contrataciones. En un número reciente de la revista Actualidad Económica se citaba un estudio sobre el impacto de las tecnologías de la información y la comunicación en 238 regiones europeas entre 1999 y 2010 llevado a cabo por los ya citados Gregroya y Zierahn con la aportación de la profesora de la Universidad de Utrech, Anna Salomons, en el que se aportan datos valiosos: En ese periodo de tiempo y merced a la introducción masiva de la tecnología, se habrían perdido 9,6 millones de empleos. Directamente se habían creado, por las aportaciones directas de las mismas tecnologías, 8,7 millones de trabajos, insuficiente para compensar las pérdidas. Lo que sí lo hacía es que gracias a las ganancias de productividad el consumo de nuevos bienes había generado un total de 12,4 millones de nuevos empleos, con lo que el aumento neto de ocupación superaba los 11,6 millones de personas. 

Entonces, si está tan claro, ¿por qué hay tanta gente asustada?

Hemos visto que los recelos ante las máquinas tienen una larga data. También hemos observado que, al menos hasta la fecha, lo que ha ocurrido ha sido siempre una ganancia neta para el conjunto de la sociedad. Pero no es infrecuente la sobrerreacción ante lo que altera nuestro convencimiento, olvidando que es inerradicable la incertidumbre que rodea nuestra existencia, razón última de nuestras acciones. Lo que ha ocurrido en el pasado puede ser una guía pero es razonable dudar sobre si estamos ante casos similares. 

Esta vez es la velocidad de los procesos lo que altera cualquier cálculo racional porque nunca antes había ocurrido tanto en tan poco tiempo mientras que las previsiones son tan veloces y cambiantes que cuesta hallar cerebro humano que las considere al alcance de su inteligencia. Pero, con todo, esto no es malo en si mismo, solo que nos obliga a ser proactivos y asumir que en el futuro estaremos obligados a estudiar y prepararnos para relacionarnos con las máquinas, a sabiendas de que cuanto más rutinario sea nuestra labor, más probabilidades habrá de que aquella se haga con nuestro empleo. 

Pero, también es conveniente subrayarlo, en este contexto existen los que propalan toda suerte de males, no ya como émulos de Ludd sino como actores con una determinada agenda política que sostienen que de aquí solo saldremos con una Renta Básica Universal o cobrándoles un impuesto a los robots, incluso obligando a que coticen a la seguridad social, un desatino que debe ser refutado de manera contundente. Las revoluciones, todas, causan polarización entre quienes se adaptan rápidamente a los cambios, son más productivos y ganan más dinero frente a los que siguen desempeñando tareas rutinarias que son fácilmente sustituibles. La Renta Básica Universal genera desincentivos evidentes que pueden ser perjudiciales y no sabemos cuál puede ser la reacción de la sociedad pero puede aventurarse que habría de encontrarse una solución adecuada porque los costes de su implantación están claros (Miguel Sebastián, ex ministro de Zapatero de visita en Canarias hace unas semanas la estimaba en 60 mil millones de euros) pero no aquellos derivados de su retirada. O la creación de un impuesto a los robots que conlleva una primera complejidad para definir qué entendemos por tal: ¿Lo son también nuestros smartphones? Ya sabemos cómo operan los gobiernos y sus arbitrarias costumbres impositivas, se crean y luego no hay manera de evitarlas aunque su eficacia recaudatoria sea discutible. La solución, por tanto y lejos de resultar milagrosa, habría de pasar por ir ensayando sin convertirse en una rémora para la innovación mientras se forma la ciudadanía, se abren mucho los mercados y los Estados que se aseguren de garantizar ciertos niveles de equidad. Eso propiciaría hacer nuestros experimentos con gaseosa, siguiendo el atinado consejo de Eugenio D’Ors.

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