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La PAC, un amor que mata

29 de mayo de 2022
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Inmensas cantidades de dinero público sostienen a muchos agricultores que, de otra forma, sometidos como cualquiera a las leyes del mercado, habrían quebrado hace mucho tiempo.

En una sociedad como la actual, que tiende menos a la racionalidad que al sentimentalismo, ¿resulta moralmente aceptable que un gobierno haga que los alimentos sean más caros para sus ciudadanos, que a la vez frene el avance de los productores de países pobres y que, además, no consiga revertir la tendencia al abandono de la vida rural? Es que este es el resultado de décadas de aplicación de la Política Agraria Común (PAC) en Europa, que ha significado un flujo de miles y miles de millones de euros a lo largo de las más de cinco décadas desde su instauración y que parece estar muy lejos de cualquier cuestionamiento entre los diversos actores políticos.

Porque una cosa es lo que se dice delante de los micrófonos, ante los que todos se muestran partidarios de defender un sector al que llaman estratégico y otra lo que se dice off the record. Porque esa es otra de las consecuencias de la aplicación de la PAC: el desprestigio de los propios ganaderos y agricultores, a los que se ve como unos perezosos empresarios que solo apuntan a extraer más dinero de los presupuestos públicos y nunca a ofrecer mejores productos y a menor precio. El daño de imagen es enorme y, probablemente, sea injusto en muchos casos, como lo es toda generalización.

El origen de la PAC se remonta a 1962, pero empieza a gestarse en 1958, cuando se crea el mercado común europeo en virtud del Tratado de Roma. El sector agrícola de los seis países fundadores estaba marcado por una fuerte intervención estatal y frente las alarmas desatadas en empresas tan protegidas ante la inminente libre circulación de mercancías, se optó por suprimir los mecanismos de intervención nacionales, incompatibles con el mercado común, y traspasarlos a escala comunitaria. Desde entonces hasta aquí ha sufrido varios cambios, entre ellos el que llevó a sustituir un sistema de protección a través de los precios por un sistema de ayudas compensatorias a la renta. Las pérdidas de ingresos resultantes de la caída de precios en los años siguientes fueron compensadas en su totalidad por ayudas directas por hectárea. Otro cambio fue la introducción del concepto de “ecocondicionalidad” con el que se velaba por el respeto de las condiciones medioambientales de producción, a partir del acuerdo de Luxemburgo en 2003. En 2013 se consolidaron lo que se conoce como los dos pilares de la PAC: el primero financia las ayudas directas y las medidas de mercado, íntegramente con cargo al Fondo Europeo Agrícola de Garantía (FEAGA) y el segundo apunta a lo que se denomina desarrollo rural, que es en régimen de cofinanciación y que busca mejorar la competitividad, hacerla más sostenible medioambientalmente y conservar las fuentes de empleo de las comunidades rurales.

Hoy en día, Francia es el primer país beneficiario de la PAC (con el 17,3%), seguido de España (12,4%), Alemania (11,2%) e Italia (10,4%). Los fondos de la PAC representaron en 2021 el 33,1% del presupuesto de la Unión Europea, pero en el pasado llegaron a constituir casi el 70 por ciento. Estas inmensas cantidades de dinero público sostienen a muchos agricultores que, de otra forma, sometidos como cualquiera a las leyes del mercado, habrían quebrado hace mucho tiempo. Y no son todos ellos precisamente modestos, porque entre los perceptores aparecen grandes corporaciones agrícolas y terratenientes ricos, como lo fue en su día la Reina de Inglaterra, que era una de las grandes destinatarias de fondos, según denunció Greenpeace antes del Brexit. Del otro lado, según los cálculos de Oxfam, las políticas agrícolas de la UE le costaban a una familia británica promedio 832 libras (casi 1.000 euros) el año en su factura de la compra en el supermercado.

Con este nivel de apoyo público, la lógica de los promotores de estas políticas indica que el sector protegido debería gozar de buena salud. Sin embargo, la contribución que hace el campo a la economía europea cae año tras año y no alcanza hoy siquiera el 5% de su economía (incluso después de la ampliación a la Europa de los 27, donde se incorporaron países con mayor participación de lo agrícola en su PIB), sumando el 2% si se le añade la pesca y la silvicultura. El argumento para mantener la PAC es conocido: sin los subsidios y las barreras de entrada a productos foráneos, los agricultores europeos desaparecerían y las zonas rurales se despoblarían. Dejando de lado el hecho de que la obsesión por el vaciamiento del campo suele ser una preocupación de los habitantes de las ciudades, que no respetan la libre decisión de quienes quieren irse a vivir a otro lado, lo cierto es que la experiencia de otras latitudes sirve para refutar la tesis de los defensores de las subvenciones.

Es válido, en consecuencia, el ejemplo de un país que tiene, en principio, muchos motivos para compadecerse de su lejanía e insularidad. No hablamos de Canarias, sino de Nueva Zelanda, donde se produjo un cambio drástico en las políticas públicas relativas al campo. En los años 80 del siglo pasado optaron por el camino opuesto al de Europa y dieron un giro hacia una política agraria sin prácticamente subvenciones. En 1984, casi el 40% del ingreso bruto de los productores de ovejas y carne de res de Nueva Zelanda provenía de los subsidios gubernamentales. El volumen de estas ayudas era tal que los competidores en el extranjero barajaban tomar medidas contra las exportaciones neozelandesas Pero un año después, todas estas líneas de apoyo comenzaron a desaparecer. 

En un primer momento, los precios de la tierra se desplomaron, especialmente aquellas más pobres. Esto llevó a un problema financiero en los que se habían hipotecado, pero los bancos no tardaron en darse cuenta de que tenía poco sentido obligar a los agricultores a salir de sus tierras, ya que continuarían siendo los mejores gerentes disponibles. Les dieron tiempo. Las prácticas agrícolas empezaron a ajustarse a patrones diferentes, porque ya no había, por ejemplo, subsidios de fertilizantes, lo que llevaba a un uso indiscriminado. Se volvió a tradicionales técnicas de cultivo y buen hacer ancestral, que con el tiempo llevó a aumentar la productividad significativamente. De un aumento de productividad promedio del 1.8% anual entre 1972-84 se pasó a un 4% de crecimiento anual 1985 y 1998, frente a un aumento del PIB del país de solo el 0.9%. En otras palabras, el campo pasó a ser más pujante que el promedio de los sectores económicos.

Hoy, la agricultura representa aproximadamente uno de cada ocho trabajos en Nueva Zelanda, los precios de la tierra se basan en una capacidad de producción genuina y se han logrado avances medioambientales, ya que la calidad del agua ha mejorado ante el abandona de prácticas de derroche a las que llevaban las políticas de subvenciones. El país ha ido ganando cuota de mercado y hoy es dueño del 55% del comercio mundial de carne de oveja y del 31% del de productos lácteos, a pesar de que produce el 7% del total mundial de carne de oveja y menos del 2% de la producción mundial de leche. Los agricultores no están pendientes de llenar papeles para garantizarse la ayuda pública, sino que tratan de abrirse nuevos mercados, ya que el 90% de su producción agraria va a la exportación, con una contribución al PIB del 5% (e indirectamente del 15%).

 

Y por casa cómo andamos

Pero no hace falta dirigir la mirada hasta las antípodas para encontrar buenos ejemplos. Dentro de la Unión Europea aparece el caso de Países Bajos, cuyas exportaciones de productos agroalimentarios superan la suma de los muy subvencionados España, Italia y Portugal, pese a tener el 5% de su superficie y el 13% de su población. Pese a no ser unos grandes destinatario de los llamados fondos de desarrollo rural, con los que la PAC supuestamente impulsa la incorporación de nuevas técnicas, los holandeses han avanzado mucho más que los grandes perceptores de las ayudas europeas. El cultivo de fresas es buena muestra, con constantes aumentos de producción pese a que la superficie empleada se ha reducido a la mitad. El rinde por hectárea se ha disparado gracias al empleo de invernaderos y politúneles (espacios en forma de túnel cubiertos de plástico o cristal), donde crece el 90% de las fresas que cosechan. Los tomates y las papas, por citar dos cultivos canarios (el primero de ellos, en claro retroceso), muestran un comportamiento similar, con un rinde por hectárea que duplica con holgura el del resto de los países de la UE. En papa, son el segundo productor del mundo, detrás de EEUU, y en el tomate han hecho avances significativos en sostenibilidad, al lograr un kilo de esta cosecha con solo 15 litros de agua, frente a un promedio de 60 litros que emplean otros países.

Los ingentes recursos públicos destinados a la agricultura en Canarias durante las últimas décadas se han justificado a través de una conocida retórica, centrada en que el campo fija la población rural, o que constituye casi una reliquia de valor etnográfico que merece ser preservada. La realidad es que son cada vez menos –es más, son muy pocos– los canarios que quieren dedicarse al campo. La estadística oficial indica que en 1978 los trabajadores de la agricultura eran casi 90.000, mientras que en 2020 apenas sobrepasaban los 25.000, con el agravante de que en ese periodo la población pasó de 1,3 a 2,2 millones en las Islas. La superficie cultivada no se ha reducido en igual medida, pero ha caído más de un 20% entre 2005 y 2019, al pasar de 52.000 a 40.000 hectáreas. El cultivo estrella, el plátano, mantiene sus volúmenes de exportación (383.000 toneladas en 2004, frente a 350.000 en 2020, una caída del 2,2%), pero con frecuencia conocemos noticias de la pica que se produce, bajo el amparo de la PAC. De difícil explicación ante los no iniciados, consiste en arruinar la fruta para mantener artificialmente altos los precios. Son toneladas que han recibido subvención y que se tiran para que el consumidor final tenga que pagar un precio más alto que justifique su distribución. El contribuyente paga con sus impuestos una subvención que lleva a que haya sobreproducción y que, además, le obliga a pagar un precio más caro en el supermercado. Solo con la retórica del valor histórico del cultivo y del habitual golpe bajo de la cantidad de familias que dependen del plátano ha alcanzado hasta ahora para eludir la censura pública y política. Lo de llamarle sector “estratégico”, expresión tan querida por los políticos, ya es indefendible, dada la exigua contribución al PIB.

Mientras no solo el plátano, sino también otros productos del campo europeo se destruyen según la mecánica antes descrita, los países más pobres se dan de bruces con un mercado al que no pueden acceder bien por los aranceles bien por la otra barrera, más sibilina, de las regulaciones y estándares de calidad a los que no pueden llegar. La Ronda de Doha, iniciada hace veinte años –en noviembre de 2001– nunca acabó de cerrarse según sus propósitos de liberalización del comercio mundial. La agricultura ha centrado buena parte de las negociaciones, en las que Europa no siempre ha mostrado una cara amable hacia los países menos desarrollados. Los africanos y sudamericanos no votan en las elecciones europeas, vale recordar. Las barreras al comercio siguen existiendo, a pesar de que se anuncien a bombo y platillo acuerdos bilaterales, como los de la UE con Canadá o con el Mercosur. Estos acuerdos, lejos de liberar las fuerzas productivas en uno y otro lado, consisten en un detallado catálogo de qué se puede y qué no se puede vender, además de cómo se puede vender. Son, en palabras del economista Jagdish Bhagwati “un plato de espaguetis” que se va cocinando con un entramado a veces indescifrable de tratados bilaterales o multilaterales, en lugar de adoptar unilateralmente la decisión de eliminar toda barrera al comercio. La OCDE ha llegado a estimar un beneficio de alrededor de 23.000 millones de dólares para los países en desarrollo en el caso de que se redujesen un 75% los aranceles y subsidios que forman la política agraria europea. Pero los responsables públicos persisten en estas prácticas a la vez que mantienen unas ayudas al desarrollo de comprobada ineficacia y de triste historial de corrupción en los países de destino.

Una de las escenas finales de la novela Serotonina, de Michel Houellebecq, ilustra bastante bien las sensaciones y presiones que operan sobre las políticas agrarias europeas. Después de hacer una enumeración bastante temerosa de cómo estaba vislumbrándose un acuerdo con Argentina que había abierto la puerta a una inundación de sus productos del campo en Francia (“las exportaciones agrícolas argentinas se multiplicaban literalmente desde hacía algunos años en todos los sectores”), aparecen unas manifestaciones y protestas similares a las de los chalecos amarillos. En ellas, Aymeric d’HarcourtOlonde, aristócrata amigo del protagonista, que ve mermar los ingresos del campo que su familia había tenido durante generaciones, se inmola de un tiro en la barbilla frente a las cámaras de los medios de comunicación. Más cerca del padecimiento del niño bien Aymeric que de los consumidores que tienen que pagar mayores precios a los de mercado, los responsables públicos europeos no muestran la más mínima intención de enmendar los errores de la PAC, y mucho menos ahora, que es verde y parte de la Agenda 2030. En este, como en muchos otros asuntos, Bruselas es mucho más permeable a las presiones lobbistas que representan a una parte ínfima de la población que a los millones de consumidores y contribuyentes que no tienen más remedio que pagar la fiesta.

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