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¿Por qué los bancos centrales no han sido capaces de anticipar la crisis?

28 de agosto de 2022
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En las últimas semanas los medios de comunicación han empezado a hacer referencia a una ralentización de la economía, se escribe sobre incertidumbre que planea sobre familias y empresas de cara a un otoño caliente y se ha constatado que Estados Unidos ha entrado ya en recesión técnica tras encadenar dos trimestre con crecimiento negativo. Si nos fijamos en España el empleo ha roto su tendencia al alza con un julio negro, mes tradicionalmente positivo debido a a la temporada turística, aumentando la tasa de paro. Para muchos ciudadanos todas estas noticias podrán resultar ahora chocantes mientras que los lectores de La Gaveta Económica ya estaban prevenidos del proceso de deterioro en el que se encuentra nuestra economía, que viene de muy lejos y sus causas estructurales poco tienen que ver con la pandemia o la guerra de Ucrania.

Ahora sabemos que España no recuperaré su nivel de Producto Interior Bruto (PIB) anterior a la pandemia hasta, por lo menos, 2024. Una meta que se ha ido alejando desde que se decretaron los primeros confinamientos cuando se prometía una recuperación rápida tras la caída en forma de “v”. El relato fue adaptándose, siempre sin abandonar el optimismo oficial, cada trimestre se conseguía superar al anterior olvidando que tras una caída colosal, avanzar unos pasos en la práctica no nos llevará muy lejos. Todos los organismos económicos internacionales han ido rebajando las previsiones de crecimiento de nuestro país pese al empecinamiento gubernamental por relativizar los datos negativos mientras se publicitaban hasta la obscenidad los positivos, incluso aunque para ello tuviera que recurrirse al maquillaje estadístico como en el caso del paro y la eliminación de los contratos temporales por ley. Aunque ahora se admite que las cosas no van como deberían, los portavoces del Gobierno continúan negando la mayor y se atribuyen todos los problemas a causas inmediatas estableciendo relaciones coyunturales que tan solo agravan las dificultades pero no se encuentran su origen.

Basta revisar el histórico de del Índice de Precios al Consumo (IPC) para descubrir que su origen es muy anterior a la crisis de Ucrania. Ya en marzo del año pasado los precios empezaron a escalar y se dispararon especialmente en la factura eléctrica a partir de junio cuando se hizo efectivo el cambio introducido por el Gobierno en el que además de variar los tramos se modificaba el cálculo de peajes y cargos que conforman la tarifa además del precio de la luz. Desde entonces los precios han ido aumentando a pesar de que una y otra vez portavoces del Ejecutivo y del Banco Central Europeo (BCE) explicaron que la inflación era un fenómeno “transitorio” que no se corregiría. Lo afirmaban en las previsiones oficiales y lo repetían, por ejemplo la vicepresidenta del Gobierno y ministra de Economía Nadia Calviño y el vicepresidente del BCE, Luis de Guindos. Mes a mes el IPC continúo creciendo en toda la eurozona ante la inacción del BCE que asistía como un convidado de piedra a esta espiral inflacionaria sin cumplir con su función principal que no es otra que contener los precios del euro en el 2%. Solo cuando la inflación ha quintuplicado esta tasa el BCE ha logrado reaccionar subiendo los tipos de interés para tratar de influir en los precios.

Sin duda cabe preguntarse por qué quienes tenían el mandato de controlar los precios llegaron a negar lo que las familias y empresas ya empezaban a notar en sus bolsillos y cuentas de resultados. La respuesta probablemente tenga demasiado que ver con aquello que ha tenido ocupados a los banqueros centrales en lugar de controlar la calidad de su moneda: la expansión monetaria. El BCE, pero también la Reserva Federal americana, han centrado sus esfuerzos en dinamizar la economía a través del crédito barato, rebajando artificialmente los tipos de interés e incluso han llevado a cabo programas masivos de compra de deuda, tanto pública como privada. Unos planes que también debían ser transitorios tras la crisis financiera de 2008 pero que con la pandemia no solo se alargaron sino que se incrementaron. El resultado fue un coctel explosivo que ha recalentado la economía. Los tipos de interés llegaron a ser negativos de forma que los bancos cobraban al depositante por lo que se castigaba el ahorro, la financiación inundaba el mercado, acelerando inversiones, facilitando la apertura de empresas y dinamizando el empleo… sin que necesariamente se tratara de inversiones productivas o eficientes. Un proceso artificial en el que se pervertía el coste real para emprender un negocio con lo que se generaban distorsiones que terminan desestabilizando a toda la economía generando lo que comúnmente se denominan como burbujas.

El fuerte de la ciencia económica no su capacidad predictiva, como en el resto de ciencias sociales, sino capacidad explicativa. Gracias a una buena teoría económica podemos llegar a entender mejor lo que ocurre pero no predecir lo que ocurrirá en el futuro porque al fin y al cabo depende de cómo reaccionen multitud de agentes que están relacionados entre sí en un mundo muy complejo. Sin embargo, una buena teoría puede ser la mejor herramienta para entender no sólo lo que sucedió en un pasado remoto sino lo que está pasando y, de forma limitada, atisbar que puede terminar ocurriendo si se mantienen las condiciones existentes. Esto es precisamente lo que ha ocurrido en estos meses pasados y lo que ha permitido que los economistas y quienes seguimos la actualidad económica a través de los lentes de le Teoría Austriaca del Ciclo Económico nos hayamos podido adelantar a lo que otros tardaron en ver. No es que tuviéramos una bola de cristal en la redacción de La Gaveta Económica que profetizara una recesión o una inflación prolongada sino que relacionando los datos que teníamos disponibles podíamos prever cómo marcharía la economía de mantenerse la expansión monetaria. 

A diferencia de las teorías económicas dominantes que derivan del keynesianismo, la teoría “austriaca” que desarrollaron economistas como Ludwig Von Mises, Friedrich von Hayek o Israel Kirzner da mucha importancia a la teoría monetaria. Así, una buena moneda es fundamental para el cálculo económico permitiendo la coordinación de todos los agentes económicos, podrán producirse quiebras o malas inversiones pero nunca llegarían formar un problema sistémico que genere grandes crisis económicos como las que vivimos. En cambio, en un sistema cuyo dinero no refleja su precio real o tasa de interés, termina distorsionando su valoración y lleva a los diferentes agentes económicos a tomar malas decisiones, fundamentalmente por desconocimiento, que se van encadenando unas a otras hasta llegar a un punto insostenible que degenera en una gran crisis que funciona a modo de catarsis. Se producen así los ciclos económicos con grandes auges y caídas al calor de la expansión monetaria que llevan a cabo los bancos centrales en lugar de permitir que el progreso económico sólido fundamentando en una moneda fuerte que no esté manipulada. En este ideal “austriaco” el dinero que cumple estas características puede ser un metal precioso como el oro cuyo expansión depende de la minería y no de decisiones políticas como en el caso del sistema fiduciario actual basado en la confianza en la capacidad de pago de los estados. Al fin y al cabo en el modelo actual el dinero es una ficción, son apuntes de deuda en balance que no se sostienen sobre reservas reales de ningún activo de forma que en la práctica se puede crear de la nada. Esta aberración para los “austriacos” es una ventaja para todas las escuelas que han derivado de las enseñanzas del Nobel John Keynes ya que en sintetizando mucho su postura no hay límites al crecimiento ya que imprimiendo más dinero se podrán crear más empresas y más puestos de trabajo.

Mises ya recordaba que había economistas empeñados en encontrar “fluctuaciones rítmicas” en los ciclos económicos, algo así como un patrón entre auge económico al que sigue una necesaria depresión que se atribuye, como algunos miopes económicos continúan haciendo ahora, a un exceso de consumo. Si lo aplicamos al momento en el que nos encontramos, debido a un supuesto ahorro excesivo durante la pandemia. Una vez más la realidad ha chocado con estos modelos estadísticos que simplifican cuestiones más complejas para encontrar una explicación sencilla demostrando que no existe una pauta cíclica sino que más bien el mismo problema que llevó a la Gran Recesión en 2008 y que quienes dirigen la política monetaria trataron de salvar en falso con una mayor expansión crediticia y dinero artificialmente barato que tan solo contribuyó a hacer más grande el problema y a retrasar su estallido final. De hecho en 2019 la sombra de una recesión era una realidad y los confinamientos acompañados de los planes masivos de deuda aplazaron la crisis que en Estados Unidos ya es una realidad y en Europa puede serlo este mismo invierno.

Un comportamiento recurrente que el economista Jesús Huerta de Soto ha llegado a calificar de “maniaco-depresivo” en un comportamiento de de desarrollo económico que se produce a golpes de booms seguidos por crisis que produce otras consecuencias negativas. No solo es que los ajustes los paguen los ciudadanos empobreciéndose o perdiéndose su dinero sino que contribuye a deteriorar la economía de mercado incentivando los objetivos a corto plazo. Los ciudadanos quieren salir de la crisis rápidamente, los políticos ganar elecciones y los empresarios recuperar el beneficio lo antes posible por lo que todos vuelven a confiar en la expansión crediticia como la fórmula más rápida para sus propios intereses sin tener en cuenta que a largo plazo les perjudicará en mayor medida. 

No todos los países se enfrentan a esta difícil situación en las mismas condiciones. Aquellos que se han endeudo más se enfrentan a un problema de refinanciación de su deuda a corto y medio plazo. Una vez que los bancos centrales dejan de comprar deuda soberana y los tipos de interés suben es más difícil colocar estos bonos en el mercado y financiarse es más caro para estos países endeudados. Una espiral que no deja de ir a más y dispara las primas de riesgo como ya ocurrió hace algo más de diez años. De hecho a pesar de que el BCE ya ha terminado con su programa de compras de emergencia frente a la pandemia (PEPP), en la práctica no ha dejado ha dejado de comprar deuda española e italiana ya que ha abierto la puerta seguir reinvirtiendo este programa extraordinario hasta 2024. Y ya lo está haciendo, el BCE se está desprendiendo a gran velocidad de la deuda de los países más solventes como Alemania y Holanda para comprar la de los más insolventes como España e Italia. Por eso las primas de riesgo no están subiendo reflejando este riesgo real de quiebra y por esta misma razón el euro no deja de devaluarse. Al fin y al cabo en un sistema en el que el que la moneda se basa en la confianza cualquier decisión de política monetaria puede influir en su valoración y el euro muestra ya signos de debilidad. 

Como ocurrió en 2008 los austriacos parecen haber vuelto a ganar la partida a los keynesianos. No tanto por adelantarse a los acontecimientos sino por ser capaces de explicar lo que estaba ocurriendo. Seguimos sin poder predecir el futuro pero sabemos hacia dónde nos puede dirigir un rumbo equivocado. Y el Banco Central Europeo animado por la mayoría de dirigentes europeos parece obcecado en repetir los errores del pasado, reacio a reconocer la crisis que se avecina e incluso a reconducir un problema como el de la deuda soberana insostenible en lugar de tratar de enmascararlo para proyectarlo hacia el futuro en lugar de tratar de solucionarlo.

Artículo publicado en el número 81: