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¡Privatícese!

28 de febrero de 2019
correos
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Las empresas logísticas españolas suponen el 6% del PIB, mueven más de 500 millones de envíos y da empleo a 800.000 trabajadores y son actor esencial en la industria 4.0 y el comercio electrónico.

El correo postal siempre tuvo un carácter estratégico, particularmente en los tiempos en que debían ser transmitidas las órdenes militares entre los jefes y los militares de campo. No es extraño que el genio romano incluyera en España toda una cuidada red de caminos que facilitaba esa comunicación entre los mandos en Roma y los ejércitos. La necesidad de dar y recibir órdenes o mandatos no se extinguió con la caída de aquel Imperio, antes al contrario, las cortes se relacionaban de manera postal utilizando los rudimentarios medios a su alcance. Pasados los años, las centurias más bien porque entonces los cambios sucedían a una velocidad limitada, los comerciantes o las instituciones religiosas hacían uso de los mensajeros para el mismo fin. 

El primer servicio de Correos en España que mereciera tal nombre surge ya en 1505, Felipe I otorgó el cargo de Correo Mayor de Castilla al empresario de origen lombardo Francisco de Tassis con el fin de organizar el transporte de la correspondencia entre las diferentes cortes del Imperio: España, Países Bajos, Austria e Italia. Hasta ese momento, Tassis ya hacía lo propio en la corte del rey Maximiliano I del Sacro Imperio. La ausencia de descendencia unas décadas más tarde hace que sea la familia de Vélez de Guevara (emparentada con los Tressis) quien se haga cargo de la gestión del correo hasta 1706 en que el Rey Felipe V arrebata el privilegio a esta familia, en una de las primeras decisiones borbónicas en  nuestro país. Ese intento debe ser revertido de inmediato por imposibilidad en la gestión pero ya no regresa a sus antiguos prestatarios, es otorgado al Marqués del Monte Sacro para, a continuación, con el nombramiento de Juan Tomás de Goyeneche como Juez Superintendente y administrador General de las Estafetas, el servicio de Correos se convierte en responsabilidad del Estado. Para celebrar su reciente 300 aniversario, la compañía en manos de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI) editó un folleto en el que se afirma: “Correos ha sido el Internet del Siglo XVIII, el abanderado de la modernización decimonónica, la vanguardia tecnológica del siglo XX y con el arranque del Siglo XXI, el mejor proveedor de servicios y comunicaciones físicas, digitales y de paquetería del país”. Habrá que disculpar el entusiasmo, a nadie se le puede exigir un mínimo de autocrítica en momentos de celebración por más que la única razón para tan larga supervivencia ha sido la injustificada presencia en su capital del Estado, inaceptable en tiempos de paz y que ha contribuido a una menor calidad en la prestación de servicios logísticos en tiempos de desarrollos tecnológicos, la limitación en el desarrollo de una competencia vigorosa, la acumulación de pérdidas, las continuas sanciones de los organismos que trabajan por la defensa de la competencia, la elefantiásica plantilla construida en todos estos años y el favor político en sus puestos ejecutivos, un clásico popular en aquellas compañías con fuerte presencia de capital público. 

Correos es una empresa pública al 100% pese a que está constituida desde principios de este milenio como sociedad anónima. Ha resistido una crisis demoledora para el conjunto de la sociedad mientras acumula pérdidas anuales sin que haya existido prioridad alguna para nuestros dirigentes, salvo algún aspaviento rápidamente abortado. En 2011, con el Gobierno de Rodríguez Zapatero y la presencia de José Blanco en el Ministerio de Fomento, se plantó la posibilidad de permitir el ingreso de compañías privadas en el capital de Correos, anunciando que para el año 2018 se debería iniciar el proceso que la llevaría a su privatización definitiva, estando concluido en el año 2021. Huelga decir que, al igual que ocurriera con otras compañías públicas como Loterías o Aena –aunque de esta última se vendió un 49% a inversores privados mediante una Oferta Pública de Venta (OPV)-, tal no resultó manteniendo el mismo tipo de funcionamiento y organización. En el año 2016, el Gobierno de Mariano Rajoy encargó un estudio a una consultora internacional en el que se advertía los inconvenientes de seguir sin introducir los cambios que se recomendaban.  Ni que decir tiene que, tras la oportuna filtración a los medios más partidarios de las empresas públicas, los sindicatos pusieron el grito en el cielo y han venido repitiendo que la empresa se va privatizando por la vía de los hechos consumados y que los primeros datos que lo atestiguan es la caída del empleo: un 35% de sus más de 51.000 trabajadores ya es temporal, las asignaciones económicas en los Presupuestos Generales del Estado son menguantes o que se externalizan servicios a través de la filial Correos Express. A los sindicalistas parece no preocuparles en igual medida que ese informe, que plantea una política no continuista, anuncia pérdidas de entre 370 y 550 millones de euros hasta el año 2021 por la pérdida de ingresos postales. Más bien, como siempre, lo que plantean estos trabajadores es aumentar la asignación presupuestaria por lo que se conoce como Servicio Postal Universal (SPU), en la actualidad suponen algo más de 150 millones de euros al año mientras que estiman, con algo de generosidad en el cálculo sindical, en 230 millones los necesarios. ¿En qué consiste el SPU? Básicamente es lo que no se paga, cuando ponemos una carta y abonamos el sello, los costes no están cubiertos en su totalidad y esta cantidad restante es la que viene a cubrir ese ingreso vía presupuestos. Para ello, es cierto, se explica que es la única forma de garantizar que personas que viven alejadas puedan acceder a un servicio que se considera, ¿no lo adivinan? estratégico o esencial. Hoy, en tiempos de correos electrónicos inmediatos que podemos leer en el teléfono móvil, seguimos abonando cantidades no desdeñables de dinero público en una antigualla como son las cartas. Ítem más, ¿tiene sentido que ese servicio universal deba ser compensando cuando hoy en realidad son las comunicaciones bancarias o burocráticas las más habituales? ¿No tendría, acaso, más sentido que fuesen esas mismas organizaciones las que abonen el precio que resulte por sus envíos postales? Y si esos emisores a los que subvencionamos vía impuestos pagan el total de los costes, ¿tendría sentido contar con una empresa pública que consume recursos, está mal gestionada y cuenta con una plantilla similar a la de El Corte Inglés o son servicios que ya podrían ser prestados en régimen de competencia por otros múltiples operadores privados?. Resulta curioso que los defensores de la continuidad de Correos como empresa pública, en esencia sus trabajadores sindicados, entiendan estas aportaciones presupuestarias como cantidades distintas a las pérdidas netas de la compañía: así, en 2017 y tras certificarse unas pérdidas record de 108 millones de euros, negaron la existencia de las mismas y explicaron que “todo depende de la asignación para la prestación del Servicio Postal Universal”, añadiendo que resultaba indecente que “el Gobierno esté abandonando a su suerte a la empresa pública y a sus 57.000 trabajadores (sic) al recortar la asignación, carecer de un plan estratégico, tener bloqueados el Convenio y Acuerdo desde hace cinco años y precarizar las condiciones laborales”. Curioso concepto de abandono, sin duda, que les sirve para seguir manteniendo las movilizaciones porque si algo ha quedado acreditado es que, pese a la brecha salarial real que existe entre trabajadores públicos y privados, con enorme ventaja para los que no deben responder por su trabajo ante cliente alguno y sí ante consumidores cautivos con escaso o ningún margen para elegir, las huelgas y horas no trabajadas son casi exclusivo patrimonio de los primeros. De ser válido el concepto de pérdida para los sindicatos, éstas nunca se producirían porque solo habría que compensar con el SPU hasta la cantidad que resulte y ¡voilá!, adiós a las pérdidas.

El modelo que parece elegirse es el francés, donde la empresa pública Le Poste percibió hasta 900 millones de euros como ayuda fiscal para, en esencia, hacer lo mismo que la española, permitir allegar envíos a las zonas rurales. Existe, no obstante, una salvedad pues el acuerdo obliga a la sustitución progresiva de las oficinas postales merced a los acuerdos que establezcan con tiendas locales y ayuntamientos, que actuarán como puntos de contacto al ser más baratos, lo que facilitará reducir los costes. La retórica política explica estas cuestiones en términos incompatibles con los tiempos actuales, así la comisaria de la Competencia Margrethe Vestager afirmó que “un acceso fácil a servicios postales es vital para todos los ciudadanos europeos. La decisión de hoy permite a Le Poste recibir una compensación para que pueda seguir desarrollando su papel social y económico fundamental y una misión importante de servicio público sin distorsionar indebidamente la competencia”. Es sabido que en la Vieja Europea primero se decide y luego se argumenta la razón para hacerlo. La propia Comisión Europea estudia si las ayudas estatales que ha recibido desde el año 2004 se ajustan a las normas. Se analiza si la financiación pública supone una compensación excesiva por el desempeño de sus obligaciones de servicio público postal.

Un largo historial de sanciones por restringir la competencia

A la espera de lo que pueda ocurrir con la investigación abierta en Bruselas, en España no han sido extraños los procedimientos que se han saldado con millonarias multas contra la compañía por sus prácticas de restricción de la competencia. En 2010 el Tribunal Supremo impuso a Correos una sanción de 8,1 millones de euros por abuso de posición de dominio, si bien esa cantidad supuso una rebaja considerable con respecto a la que había impuesto el antiguo Tribunal de Defensa de la Competencia -15 millones-. Apenas un año después, de nuevo fue sancionada por aplicar descuentos ilícitos en 32 de los 207 contratos que mantenía con grandes clientes, siendo en esta ocasión de 4,8 millones de euros el importe total de la multa. No fue la última por abuso de posición de dominio, de hecho, también fue sancionada con 3,3 millones de euros años más tarde. Correos, lejos de respetar las más elementales normas de mercado, provisiona en cada ejercicio en sus cuentas las multas que le imponen mientras agota todas las vías jurídicas a su alcance para dilatar el pago de las sanciones y posponer la resolución del problema, prestando servicios en régimen de casi monopolio y con la existencia de enorme barreras de entrada a nuevos operadores privados. Esto ha sido así en las últimas décadas, con independencia del color político del partido en el Gobierno. No hay más que recordar lo que ocurrió con la liberalización de algunos servicios postales hace algunos años. Un operador llamado Vía Postal quiso disputar parte del enorme pastel del que disfrutaba en régimen de monopolio Correos. Ya por entonces las acciones de la empresa pública resultaban censurables, Vía Postal pretendía hacerse fuerte en los servicios de cartas de empresas pero el responsable de la nueva empresa denunciaba que “Correos da instrucciones a los suministradores de máquinas de franquear para que nieguen la carga de las citadas máquinas, lo que produce el efecto de impedir que franquee de forma automática nuestro gran volumen de envíos postales”. Aquella empresa se antojaba imposible y, efectivamente, así resultó, teniendo que cerrar con grandes pérdidas el primer intento de competir contra el monstruo público que por entonces presidía el hoy máximo mandatario de la Xunta de Galicia, Alberto Núñez Feijoo. 

La política está presente en la dirección de la empresa de una manera muy acentuada. Cabe conjeturar que la importancia del voto de los que trabajan allí y sus familiares pueden restar eficacia a cualquier intento de privatizar Correos pero también puede especularse en el extraordinariamente dulce retiro o palanca de lanzamiento que puede ser para cualquier político en espera de destino. Si en el caso de Núñez Feijoo supuso un paso más en su ascendente carrera política, en la actualidad ha sido utilizado como un premio de consolación para su actual presidente, Juan Manuel Serrano, ex jefe de Gabinete de Pedro Sánchez hasta la llegada al Gobierno en junio del año pasado. Según publicó el periódico El Mundo, se aseguraba que el nuevo presidente de Correos habría declarado a sus allegados que llegaba a su nueva posición “para ayudar a Pedro a ganar las elecciones”. Un chascarrillo sin importancia, que en cualquier caso solo tiene la capacidad para mostrar las prioridades de quienes son ungidos a las mayores responsabilidades en las empresas públicas. No es chascarrillo el salario adjudicado en una empresa, insistamos una vez más, en pérdidas, 191.052 euros anuales. Tampoco que en sus primeros compases en la empresa decidiera ceder en la negociación con los representantes de los trabajadores y aceptar una subida salarial del 9%.

¿Tiene sentido todo este despropósito?

En los últimos tiempos ha destinado recursos a la compra de otras empresas de mensajería para consolidar su negocio de envíos de paquetes. Más allá de la alegría de quien es comprado, ¿tiene sentido matar la innovación de múltiples empresas que aspiran a competir por un gigante paquidérmico que tan solo tiene que elegir a quién comprar e integrar en su ineficiente estructura? Para Correos es mucho más sencillo establecer una política de adquisiciones que innovar, algo en lo que las empresas públicas, por mera definición, no son capaces de hacer. No puede obviarse que el dinámico sector privado español supone más del 6% del PIB, mueve más de 500 millones de envíos y da empleo a 800.000 trabajadores, siendo un actor esencial en la industria 4.0 y el comercio electrónico. Son ellos quienes deben aspirar a distribuir a los gigantes como Amazon sin la interferencia de una empresa pública, que puede ofrecer precios artificialmente bajos y atender demanda puntuales de servicios logísticos (Black Friday, Navidades, etc.) porque no ha de gestionar una plantilla escasa –al contrario, está sobredimensionada y en muchos casos con personal funcionario- ni responder por las pérdidas económicas, como queda acreditado en su actuación y en las  sanciones que las autoridades de defensa de la competencia le ha ido infligiendo. 

Lo que sí tiene sentido es privatizar –y liberalizar, lo que en España no siempre ha ido de la mano- para mejorar la competitividad en la economía del país e incluso, para allegar recursos para la Hacienda estatal que podrá utilizar en otros órdenes más prioritarios –aunque la confianza que sobre este particular podemos mantener sea más bien escasa-. Es más, no es función del Estado ser empresario –algo que no puede pese a que intenta- y, encima, se innova más al permitir incorporar a empresas privadas, se satisfacen mejor las necesidades cambiantes de la sociedad. Por si fuera poco, se evita las distorsiones económicas provocadas por las interferencias políticas tan caras al Sector Público Empresarial, algo habitual cuando se politizan los nombramientos de presidentes, consejeros y directivos que se suelen producir en las empresas públicas (y de lo que Correos, como queda dicho es un ejemplo nada ejemplar). Hay que eliminar la posibilidad de que las empresas sustituyan su objetivo natural, maximizando beneficios –que solo son posibles dando un buen servicio en régimen de competencia y eliminación de barreras de entrada- por el objetivo político de colocar a los suyos o maximizando el número de votos para el partido que esté en el gobierno. 

Aunque las experiencias en privatizaciones previas no son del todo excelentes –al menos no de modo homogéneo- porque en algunos casos ciertos jugadores de ventaja se colocaron en empresas privatizadas en sectores mal o poco liberalizados, es cierto también que acometer estos procesos podrían tener un retorno en forma de cultura financiera si conseguimos extender el universo de población propietaria de acciones y aumentar la participación de los empleados en la propiedad de las empresas, consiguiendo que cada proceso de privatización no sea simplemente un negocio entre el estado, los sindicatos y los grandes grupos empresariales –o de presión-, al propiciar que sean muchos los ciudadanos que se vuelvan dueños de las empresas que operan en su entorno, canalizando su ahorro hacia ellas. 

El ejemplo del Reino Unido puede ser clarificador. Pese a la furia privatizadora de Margaret Thatcher, el servicio de Correos se mantuvo público porque la “dama de hierro” no estaba dispuesta a tener “privatizada la cabeza de la Reina” en referencia a las populares camionetas rojas de reparto en las que la figura de Isabel II es bien perceptible. Es decir, existía una larga tradición que arrancaba en 1516 y pudo hacerse no sin reticencias, si bien es cierto que separando el Royal Mail, encargado de clasificar y distribuir cartas y paquetes de las oficinas (Post Office) en las que se atiende a los clientes. Los 150.000 empleados de la empresa recibieron de forma gratuita un importante paquete de acciones y pudieron comprar acciones adicionales con un descuento sobre el precio de salida a bolsa. El Estado obtuvo unos ingresos de 4.290 millones de euros que destinó a amortizar deuda, los beneficios pasaron de 39 millones de libras a 211 y … las cartas siguen llegando a sus destinatarios.

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