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Un saqueo constante

1 de abril de 2016
taxman
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Los arbitristas eran personas generalmente de buena fe pero de escasos o insuficientes conocimientos, que ideaban planes o proyectos con la pretensión de aliviar a la Hacienda Pública durante los siglos XVI al XVIII. Ni que decir tiene que en la mayoría de los casos sus pretensiones eran fabulosas o disparatadas. Cabe objetar que ocurría en tiempos de poco desarrollo económico, que no existía un corpus de ideas que lo justificaran y que estos personajes se movían en campos relacionados con la economía y la política. Aunque en ese contexto se movieron personalidades extraordinariamente lúcidas, que supieron intuir muchos de los problemas de la época (Tomás de Mercado), no es pretensión de este artículo reclamar su rehabilitación histórica y sí insistir en la visión que ya por entonces los arbitristas gozaban, con muy mala fama, primero porque la gente percibía que soportaba una gran presión fiscal y también porque las ideas que proponían gravaban nuevos conceptos tributarios, que de ser llevados a cabo, suponían para el proponente un porcentaje del ingreso por concesión real. Se sugería al Rey un nuevo tributo, éste lo aceptaba, una parte financiaba a una corona necesitada de recursos del común para sufragar los gastos de guerra y la otra premiaban la mente “lúcida” que lo postulaba. Miguel de Cervantes se refiere a ellos en tono despectivo en “El coloquio de los perros” y Quevedo, en varios pasajes de sus obras, los considera ‘bienintencionados causantes  de toda suerte de catástrofes’. 

Las administraciones públicas en España han dedicado muchos esfuerzos para incrementar sus ingresos con la pretensión de no ajustar sus gastos al creer que la impopularidad de reducirlos se transformaría en una perdida electoral neta. La consolidación fiscal que hemos vivido en nuestro país ha estado marcada por el aumento de los impuestos y, en menor medida, por la reducción de los gastos. En realidad, según ha puesto de manifiesto un reciente trabajo de los expertos Javier Andrés, Ángel de la Fuente y Rafael Domenech para Fedea, “la historia reciente de las cuentas públicas españolas se parece muy poco a la que se suele contar”. En resumen, si se analizan las cuentas públicas desde el año 2003 se observan tres etapas bien diferenciadas: de 2003 al 2007, el gasto público se mantuvo constante entre el 38 y 39% del PIB, mientras los ingresos aumentaron en tres puntos. Entre 2007 y 2009, los gastos se dispararon en casi 7 puntos mientras que los ingresos descendieron seis puntos. A partir de ese año, los ingresos comenzaron a subir -todas las alzas de impuestos las hemos vivido desde entonces, primero con Zapatero, luego con el hachazo fiscal del Gobierno de Rajoy- mientras que los gastos se contuvieron. Así que, a día de hoy, los ingresos del sector público están en niveles de 2004 -año de superávit presupuestario- mientras que los gastos están por encima del año 2007 en cinco puntos. Añadamos que el PIB ha bajado un 7,5% en términos reales (descontando la inflación) desde 2008. España vive con una deuda desbocada, llevamos ocho años incumpliendo los criterios de déficit y la solución que brindan los partidos que aspiran a gobernar pasa por exigir a Bruselas flexibilidad en los plazos para dejar nuestro déficit por debajo del 3% anual comprometido. 

Con estos antecedentes, parece incomodo recordar las conclusiones del trabajo de los profesores de la Universidad de Harvard Alberto Alesina y Silvia Ardagna, sobre las consolidaciones fiscales exitosas tras estudiar 107 grandes ajustes fiscales llevados a cabo en 21 países de la OCDE entre 1970 y 2007. La evidencia empírica de estos años, explica Alesina, “sugiere que el aumento del gasto para estimular la economía y el incremento de impuestos para reducir el déficit no son efectivos para lograr sus objetivos. La combinación contraria puede que sí”. 

Sirva como ejemplo la llevada a cabo por Suecia, que entre 1993 y 1998 hizo un ajuste del superávit primario (antes de pagar los intereses) del 9% sobre el PIB, básicamente reduciendo impuestos y recortando gasto (Daniel Gros y Cinzia Alcidi, Centre for European Policy Studies, Bruselas). Con los datos anteriores se puede concluir que, pese a las protestas, en España no se ha producido la drástica reducción del gasto que se requería, más bien nos hemos quedado con unas brutales y salvajes subidas de impuestos, llevadas a cabo en el peor momento de la crisis y que se han ido revertiendo –en algunos casos- por las urgencias electorales de los partidos en el gobierno más que por creencia en la bondad de la medida. Sin olvidar, claro está, que los gastos tienden a ser infravalorados y los ingresos a sobreestimarse, por lo que a nadie pueda extrañar que la deuda pública pasara del 36% en el año 2007 a colocarse en el 100% sobre PIB a finales de 2015. Caso aparte es el canario, que en 2012 subió cuantos impuestos tuvo a su alcance y, pese a proclamar el carácter temporal de la medida y fijar el momento para devolverlo a los valores iniciales en 2014, la fecha pasó sin que se tengan noticias de que pueda ocurrir de forma inmediata. Lo que no significa que esté descartado por más que los tiempos no sean los que más nos convengan a los pagadores de impuestos, sino que se ajuste a las necesidades electorales del Gobierno, no obstante, Fernando Clavijo ha anunciado que podrán reducirse en 2018, sospechosamente coincidiendo con su último año de Gobierno y como mejor forma de afrontar la reelección.

¿A qué se han dedicado nuestros burócratas?

Básicamente a rememorar a los viejos arbitristas en su peor imagen. Sirvan dos ejemplos ilustrativo, uno que se ha dado a conocer en la Comunidad de Madrid y que corre el riesgo de extenderse como una reguero de pólvora por toda España y otro, que siendo aplicado con saña en todo el país, se argumenta de forma desconsiderada por parte de los autoridades locales. 

¿Se puede pagar un Impuesto de Transmisión Patrimonial y Acto Jurídico Documentado por un alquiler? La lógica y el significado de las palabras nos llevaría a concluir que no, que un alquiler no supone transferencia alguna de patrimonio por lo que no resultaría de aplicación tal tributo. Craso error; el RD 1/1993 establece que sí, porque se considera que el inquilino -el obligado tributario- adquiere un derecho a usar la vivienda por un periodo de tiempo determinado a cambio de un precio, con lo que se considera una adquisición onerosa. Las razones para que un impuesto tan viejo en el tiempo salte al primer plano de la actualidad está relacionado con que es ahora cuando se comienza a exigir su pago. Uno de los motivos para que ello ocurra es que la administración no controla estos pagos entre particulares, lo despreciaban al no ser cantidades muy elevadas y técnicamente les resultaba complejo cruzar datos para elaborar listados fiables de quienes debían pagarlo. De hecho, LA GAVETA ECONÓMICA preguntó a un responsable sobre la existencia del tributo en Canarias y la respuesta fue que no se cobraba aunque se debería porque “es una miseria su importe”. Admitamos que la expresión es fruto de la confianza y el desparpajo con que se despachan las cosas de la hacienda ajena, pero la idea es común en otras comunidades a las que se les ha consultado por publicaciones especializadas. Pero la Comunidad de Madrid ha empezado a cobrarlo, reclamándolo a los inquilinos que están obligados a su presentación en los 30 días hábiles posteriores a la firma de contrato de arrendamiento y por toda la duración del contrato (no año a año), salvo caso de prórrogas anuales en que sí se abonaría por año de más. Un alquiler de 600 euros al mes vendría a suponer, por tres años de contrato, 92,31€ si se aplica la tarifa nacional, que es la de aplicación en los casos que la administración autonómica no haya establecido una propia. Lo cierto es que hoy se paga lo que ayer no por las razones que ya hemos apuntado, “durante años el alquiler ha sido el gran olvidado del mercado inmobiliario. Por los profesionales, que no lo consideran rentable; por los usuarios, que creyeron en la propiedad como mejor solución habitacional; pero sobre todo, olvidado por la Administración, que despreció los ingresos de este negocio”, en opinión de un experto en alquileres consultado por esta publicación. 

El sangrante caso del oro

El oro reunió siempre la consideración de buen dinero, ya sea como patrón clásico al cumplir la función de reserva de las emisiones de dinero, bien como medio de cambio. Es el metal más dúctil, más distribuido por el mundo, es más fácil de extraer que otros muchos metales y más difícil de encontrar pero con la abundancia suficiente como provocar en el hombre el deseo de su búsqueda. Se puede fraccionar sin pérdida de la masa, es fácil de transportar, no se deteriora con el paso del tiempo al no sufrir oxidación y su belleza y solidez permanecen inalteradas con el paso del tiempo, así sean siglos. Es por ello que siempre ha sido muy apreciado, también por sus usos ornamentales y estéticos, o sanitarios -odontología-. Tan es así, que los incas no entendieron el efecto que provocaba el oro entre los conquistadores españoles, para ellos era ‘el sudor del sol’ y su aprecio estaba basado en las cualidades estéticas de los metales raros, según cuenta Niall Ferguson en ‘El triunfo del dinero’. 

Estas peculiaridades áureas las contempla también la Unión Europea, quien en una directiva -98/80/CE- le otorga un trato distinto: “Considerando que el oro no solo sirve como insumo de producción sino que también se adquiere con fines de inversión; que la aplicación de las normas fiscales ordinarias constituye un obstáculo importante para su utilización para fines de inversión financiera y, por lo tanto, justifica la aplicación de un régimen fiscal especifico aplicable al oro de inversión; que dicho régimen también acrecentará la competitividad internacional del mercado comunitario de oro. Considerando que las entregas de oro con fines de inversión son de un carácter similar a otros inversiones financieras a menudo exentas de impuestos con arreglo a las normas actuales de la sexta directiva, y que, por lo tanto la exención de impuestos parece ser el tratamiento impositivo más adecuado para las entregas de oro de inversión”. Pese a ello, el calvario que están sufriendo las populares tiendas de compro oro solo pueden ser justificado por la rapiña burocrática impulsada por los modernos arbitristas, mucho menos bien intencionados con los de antaño. Al menos cabe colegir tal cosa de un artículo firmado por Mercedes López Fajardo en la revista Hacienda Canaria. López, del Cuerpo Superior de Administradores de la Comunidad Autónoma de Canarias, escala de Administradores Financieros y Tributarios en la pomposa jerga funcionarial, fijó su posición -posteriormente hecha suya por el Gobierno- en un artículo titulado “La fiebre del oro: Reflexiones fiscales sobre la tributación de los negocios de compraventa de oro”. En él viene a sugerir que, en vista de una nueva realidad económica, se someta a tributación, negando que sea un nuevo impuesto o un nuevo hecho imponible. Aunque tal cosa pudiera discutirse, lo cierto es que la introducción es toda una declaración de intenciones y una demostración palmaria de que, cuando la administración tributaria actúa, no hay sentencia que la detenga. Pero tampoco consideración ni estima por aquellos que, por la vía de los impuestos con que nos sangran, pagan los estupendos salarios de los burócratas. Aunque no quiere analizar los resultados económicos de las tiendas de compraventa de oro, sí que se detiene en el incremento desmesurado del sector, mezcla cotizaciones internacionales de la onza con la proliferación de este tipo de comercio, considerándolas el primer eslabón de una cadena que se encarga “de elaborar lingotes de oro para diferentes inversores internacionales”. Incluso, en una demostración de sensibilidad tan cara a nuestros funcionarios, señala que “a nadie se le escapa que los principales proveedores de estas tiendas son normalmente familias que están pasando apuros económicos, con bastantes dificultades para llegar a fin de mes, y que deciden reunir todas sus joyas para obtener un  dinero rápido y fácil”. No se puede decir que se ande en el escrito con muchos rodeos, de inmediato afirma que ”tras esta breve introducción, es el turno de iniciar la búsqueda de hechos imponibles, es decir, de actos susceptibles de resultar sujetos a gravamen”. Sin anestesia, reclama para la Comunidad Autónoma el (otra vez) Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados, así como el Impuesto General Indirecto de Canarias, si bien -es un alivio- admite que el ordenamiento impide cobrar los dos en la misma transmisión. En el lejano año de 1996, el Tribunal Supremo determinó que ‘las adquisiciones efectuadas por un empresario o profesional en el ejercicio de su actividad, de objetos de oro, plata, platino y de joyería a un particular, no están sujetas al Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales”. No es algo que desanime a nuestra arbitrista, la sentencia del Alto Tribunal la califica de polémica en su escrito y decide discrepar de algunos de los pronunciamientos de los magistrados. Para ello no duda en considerar que los metales preciosos son producidos en estas tiendas y recomendar que se graven los dos tipos de actuaciones, la venta de joyas a las tiendas por los particulares (estaría sometida al 4% de Transmisiones Patrimoniales) y la compra de oro por parte de los empresarios (entre un 5% y un 13% según los casos por IGIC). ¡Voilá! Si hay un problema de ingresos, se suben o crean impuestos hasta ahora no cobrados o desconocidos, con absoluto desprecio al sentido común o a la doctrina del Tribunal Supremo. Todo sea por no resentir la recaudación de la gigantesca máquina de poder que se ha construido, incapaz de contener su voracidad para, encima, malgastar esos recursos en demasiados órdenes de actuación absolutamente prescindibles

En su descargo hay que decir que no es la única con ese tipo de pensamiento, por más que resulte irritante. En diversas comunidades autónomas se reproduce el intento, con similares o iguales argumentos. Pero que sea una fenómeno extendido no lo convierte en moralmente aceptable y parece una exigencia mínima que los pronunciamientos judiciales sean respetados, máxime cuando provienen de las más altas instancias judiciales. Esto es esencial en un sistema que provee a sus actores de los más elementales medios para el desarrollo de sus funciones, entre los que la certidumbre y la seguridad jurídica son enormemente apreciados. No es dable que puedan originarse nuevas amenazas para negocios que se constituyen bajo un determinado régimen legal, sobre el que se determina la viabilidad futura de la iniciativa  y, en base a ella, establecer el nivel de riesgo inherente a cualquier actividad empresarial. Es la incertidumbre, definida por Frank Knight, en estado puro, aquel riesgo que no es mensurable ni puede computarse, tan dañina a la hora de plantear hacer negocios. Riesgo sí, incertidumbre no como máxima empresarial. 

Lo cierto es que desde el año 2010 el Gobierno de Canarias viene persiguiendo sistemáticamente a las tiendas dedicadas a la compra venta de oro. Su proliferación desató el apetito voraz de la administración, capaz de exigir tributos que superan los márgenes ordinarios de estos negocios, con precios establecidos en los mercados internacionales y con tensión a la baja por la presión benéfica de la competencia. El desprecio con el que es tratada la gente en dificultades, que habrá de desprenderse de sus joyas para salir adelante, sometidas a un impuesto que no siempre es fácilmente trasladable pero que, desde luego, no es neutral, es digno igualmente de ser tenido en cuenta. Estas tiendas surgen de la necesidad insatisfecha de la sociedad, básicamente cuando se cierra drásticamente el grifo del crédito y las familias deben acceder a liquidez para salvar situaciones complejas. Lejos de ser vistos como unos empresarios que se aprovechan de la desgracia ajena, su labor debió ser reputada por la administración de la misma forma que por los usuarios, no poner sobre ellos el dedo acusador y ver como se sumaban al aparente festín. Las pobres insinuaciones sobre la usura, uno de esos delitos morales que se mantienen absurdamente en nuestras normas, que fue discutido incluso por el anteriormente citado Tomás de Mercado hace más de cuatrocientos años, no dice nada bueno de quien la esgrime como argumentación teórica. 

Algunos empresarios han protestado pero no son la norma. Lo que, de común sucede, es que se acobarden ante la administración tributaria cuando ésta pone el procedimiento en marcha persuadidos de que si no es por una razón, con una legislación cambiante y caprichosa, será por otra, se tiene siempre las de perder contra un enemigo con tal poder. Fue Jefferson el que atinadamente sentenciara que cuando los gobernantes temen a los gobernados vivimos en una democracia, pero cuando sucede al revés, entonces, no merece tal nombre nuestro régimen. 

Hemos visto que nuestra burocracia siempre quiere meter la cuchara en taza ajena, en feliz expresión de unos de los empresarios del sector, pero quizás sin persuadirse que nada de lo que ocurre es considerado ajeno por estos funcionarios empeñados en sacar dinero de debajo de las piedras, sometiendo a los ciudadanos a un esfuerzo fiscal (no confundir con presión fiscal) salvaje sin que las contrapartidas sean del todo claras. 

Esto solo es una demostración de un comportamiento, que está lejos de ser excepcional. Las inspecciones como amedrentamiento, las sanciones con conformidad, las insinuaciones maliciosas, forman parte del comportamiento ordinario de la administración que, sin duda, no deben quedar sin sanción ni denuncia. 

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