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Muchas gracias, señor funcionario

11 de noviembre de 2015
sellos
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Acostumbrado al “vuelva usted mañana” el contribuyente que se acerca al mostrador del servidor público puede sorprenderse con una actitud opuesta a cambio de una sonrisa acompañada de buen talante. Y es que, aunque no siempre lo parezcan, los burócratas son personas de carne y hueso, con sentimientos. A cambio de un poco de empatía nuestros trámites pueden ser facilitados y las indicaciones embrolladas aclaradas. Se conoce algún caso en el que accedieron a hacer esa fotocopia que se nos olvidó o acelerar un odioso trámite eligiendo el montón de papeles adecuado. La humanidad del burócrata puede marcar la diferencia entre salir airosos o derrotados de nuestra visita a la administración pública. En sus manos estamos, y gracias a su interpretación flexible de unos reglamentos rígidos y enrevesados nuestros problemas pueden tener solución. El empleado público tan solo es la última pieza de la maquinaria estatal, el trabajador que intenta cumplir y hacer cumplir, con cierto margen a la interpretación de lo que está por escrito para que se adapte a la compleja realidad que tiene delante. Los políticos regulan nuestra vida cotidiana por nuestro propio bien, como si nunca llegaremos a cumplir la mayoría de edad y necesitáramos que nos protegieran de nosotros mismos. Sería imposible vivir en este jardín de infancia que es la ciudadanía en caso de que todas las normas se cumplieran al cien por cien. Podemos respirar aliviados porque la propia improductividad y los errores intrínsecos de la planificación les impide llevar un control total de las páginas y páginas que semanalmente se publican -y que en teoría debemos conocer- en Boletines Oficiales del Estado, comunidades autónomas, cabildos y ayuntamientos. Si alcanzamos el cumplimiento del noventa por cien de la legislación podemos estar satisfechos porque el burócrata también lo estará, ya sea por incapacidad, laxitud o desconocimiento de esa pequeña porción de adecuación a lo estrictamente legal que nos haría tocar el cielo de los abogados del Estado y otros altos funcionarios que consiguen memorizarse el BOE con todos sus apartados, artículos y anexos. Pero cuidado, en ese margen que bordea la legalidad estamos recorriendo un camino peligroso en el que acecha la arbitrariedad. La buena disposición del funcionario para ayudarnos puede tornarse en un muro infranqueable debido a la meticulosidad en el cumplimiento de los procedimientos y el inspector puede llevar a cabo su labor con una diligencia entusiasta que dé al traste con la práctica habitual que hasta la fecha no había generado ningún problema ni objeción. Esto es lo que, sin entrar en cuestiones técnicas, ocurrió a primeros de octubre con el Centro Comercial Sotavento de Las Palmas de Gran Canaria. De un día para otro, alguien, por alguna razón, descubrió una serie de incumplimientos de seguridad que debían ser corregidos o de lo contrario debería cerrarse el centro comercial. Imposible explicar las razones que llevaron a las administraciones a desaprobar de la noche a la mañana lo que poco tiempo atrás habían dado por válido, pero en esa frontera difusa de lo legal y lo ilegal el burócrata decide, poniendo en riesgo el trabajo y modo de vida de cientos de personas que con esfuerzo trabajaban y emprendían para satisfacer a sus clientes. Lo que a veces nos favorece puede volverse en nuestra contra.

En no pocas ocasiones la tolerancia cero del administrador para con el administrado tiene su origen en una venganza política; en otras la mano negra pertenece al empresario amigo del poderoso a quien no le gusta el sano y libre ejercicio de la competencia; y en otras, simplemente, un mal día del servidor público que termina pagándolo con nosotros. En cierto modo hasta el motivo más inocente cuando nos favorece o perjudica no deja de ser un caso de corrupción, aunque sea de bajo nivel. Se trata de un equilibrio imposible entre lo que puede hacernos la vida más fácil y aquello que, sencillamente, la imposibilita. Porque al fin y al cabo dependemos de los poderes públicos, ya sea para poder trabajar o mantener nuestro negocio abierto. Si la maraña reguladora no invadiera hasta el último resquicio no dependeríamos de esa peligrosa arbitrariedad. Y la culpa es nuestra, hasta que el diente del regulador no nos afecta directamente seguimos mirando a otro lado, disfrutando de la fantasía de poder hacer las cosas sin cumplir hasta el último reglamento con el beneplácito del burócrata. Pero cuando este se enfada, no hay escapatoria.

¿Hay alternativa? Pocas leyes, simples y claras que faciliten la convivencia pero que todos podamos conocer y cumplir con facilidad, poderes públicos pequeños no invasivos sin margen para la arbitrariedad. Mientras tanto, téngalo en cuenta la próxima vez que tenga que resolver algún asunto con la administración pública, su éxito o fracaso puede depender del funcionario que está sentado frente a usted.