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Cómprate una burra

30 de abril de 2021
burr
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Es cierto que su uso cada vez es menor en las labores del campo, debido a la drástica pérdida de importancia que ha sufrido en Canarias el sector primario en los últimos años y por la paulatina mecanización de la agricultura, pero el ingenio creativo nunca descansa y en esta ocasión se le ha encontrado un uso práctico que le permite, como antes, acudir en ayuda del hombre y sus necesidades. Es el caso con que se encontró hace unas semanas una arquitecta de Tenerife, que fue a ver a un cliente que le quería contratar unas reformas en su casa, en una zona rural. Al llegar, le sorprendió la construcción, inusual en esa zona y más propia de los chalets de lujo de urbanizaciones cercanas a las playas del sur. Al preguntarle al cliente cómo había que hacer para poder construir tanto de manera legal, ya que le parecía que iba contra las normas, recibió una respuesta categórica: “Cómprate una burra”.
Allí estaba, en una estancia aneja, el mamífero orejudo. Vivía lo más campante, como un sultán, eso no se puede negar, ya que nada le faltaba. Lo que la bestia estaba lejos de imaginarse era que sus dueños quizá no la querían tanto ni, sobre todo, de forma desinteresada; en realidad, era menos un fin que un medio, ya que representaba para ellos el salvoconducto para poder hacerse la casita que tanto habían deseado y que de otra manera habría resultado imposible erigir en ese terreno tan bonito como alejado de la ciudad. “A esta burra le debemos la casa familiar, porque este ejemplar de equus africanus asinus (como es natural, se había aprendido la nomenclatura biológica) es una especie protegida gracias a la cual hemos conseguido autorización para construir todo lo necesario para cuidarlo… y también para cuidarnos nosotros”, le explicó el dueño de casa.
El único equino propio del Archipiélago canario, el burro silvestre majorero, ya llamó la atención del ojo de Torriani, cuando el italiano al que se le debe tanto conocimiento de las Islas Canarias estimó en unos 4.000 animales la población asnal a finales del siglo dieciséis. Hoy, los números son mucho más modestos y hace unos treinta años el Cabildo de Fuerteventura apenas pudo censar en la isla unos 122 individuos (56 machos y 66 hembras), debido a que los demás que elevaban su población hasta más allá de las 200 cabezas eran en realidad cruces con el burro andaluz, importado para entretener a esos malditos turistas que ahora tanto echamos de menos. En el resto del Archipiélago persisten algunos ejemplares dispersos, quizá como consecuencia de que a mediados del siglo pasado todavía podía verse a algunas personas peregrinar entre islas con un hato de treinta o cuarenta burros majoreros para ir vendiéndolos durante el camino a quienes lo necesitaban para trabajar la tierra.
Hoy goza de un estatus especial, ya que es considerado en peligro de extinción dentro del catálogo de razas de ganado en España y la legislación le ha hecho objeto de un programa de conservación que incluye subvenciones para aquellos que críen burros –extremo que no tuvo a bien confesar el cliente de la arquitecta–, así como otras facilidades que favorezcan su permanencia en este mundo. Entre ellas pudo así inscribirse la construcción donde vive esta familia, a la que de otra manera le habría resultado imposible hacer en su propiedad lo que su voluntad le dictaba. Vivir libremente es cada vez más peligroso y le enfrenta a uno a multitud de obstáculos, pero si vivimos para cuidar de un burro algún privilegio se puede conseguir. Esto nos lleva, como no podía ser de otra manera, a la reflexión acerca de las limitaciones a los derechos de propiedad que nos impone el burócrata en nombre de las más edificantes causas. Hemos visto muros que rodean intocables palmeras, hoteles a los que no les queda más remedio que albergar museos etnográficos y pajareras que casi llevan a la prisión a dirigentes del más popular de los deportes, pero no se puede negar que el truco de convertirse en preservador de burros nos abre una nueva dimensión a la hora de intentar burlar al gran hermano gubernamental, que apenas está dispuesto a aceptar que somos dueños de algo si nos rebajamos a cumplir con todas sus siempre crecientes y cada vez más absurdas condiciones.