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Cuando hacer las Américas era redescubrir Canarias

30 de octubre de 2015
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Son constantes las apelaciones al modelo productivo de las Islas Canarias y a la necesidad de modificarlo para abrirlo a nuevas oportunidades. Es importante debatir por más que la inmensa mayoría de las veces da la sensación de que ese diálogo se produce en los confortables asientos del Parlamento de Canarias, en algún rutilante foro financiado con dinero público o en el ámbito más restringido de las universidades. La conclusión a la que estamos invitados es que los llamados a ser protagonistas del cambio son los actores invisibles de nuestra historia.

Imaginemos por un momento que disponemos de cinco millones de metros cuadrados de costa en alguna zona sur de las Islas. Añadamos que se interesan por ellos unos inversores catalanes que buscan expandir su negocio siguiendo la estela de lo que está de moda, “hacer las Américas” como complemento a su actividad principal, industriales dedicados a la fabricación de detergentes, conservas y la construcción de viviendas no turísticas. Por completar el cuadro, estos empresarios y ante la pasividad absoluta de la administración, deciden acometer ellos no ya solo la urbanización sino también conseguir la luz, el teléfono o el agua potable. Tras unos inicios titubeantes, donde los primeros hoteles no terminan de arrancar, deciden que ha llegado el momento de jugarse el todo por el todo y que deben hacer con sus propios recursos una playa artificial que revitalice la zona y haga que los turistas fijen su atención en esa zona en desarrollo en una alejada ínsula. Mientras esos emprendedores estarían demostrando que son personas de acción, probablemente en esos ayuntamientos, en el cabildo, incluso en universidades e instancias académicas se estaría -seguimos con la hipótesis- pensando en la necesidad de cambiar el modelo productivo.

Pero lo anterior está lejos de ser algo salido de la calenturienta imaginación de un redactor de LA GAVETA ECONOMICA. Es real, solo que ocurrió hace cincuenta años, en 1966. Un constructor local, Luis Díaz de Losada, alentado por un banco entra en contacto con Rafael Puig y su hijo Santiago con el fin de convencerles de las bondades y posibilidades turísticas de la zona. Los terrenos eran de Antonio Domínguez. Hasta ese momento, las tierras más apreciadas eran las que estaban por encima de la actual autopista, con mayor productividad para la labranza. Así que lo que allí existía, en lo que hoy conocemos por Los Cristianos y Playa de las Américas, apenas si merecía consideración, un terreno feraz al que resultaba complicado domeñar. Por si fuera poco, la autopista no estaba siquiera iniciada y la carretera que unía Santa Cruz con el Sur era endemoniada, tanto que resultaba más recomendable ir por las Cañadas, que al menos evitaba un tráfico denso y pesado. Los Puig eran unos prósperos empresarios industriales catalanes con afán de expandirse geográficamente. Invitados, tras viajar casi durante 24 horas (Barcelona-Madrid-Las Palmas-Tenerife), se plantan ante aquellos terrenos vírgenes pero lo que llama su atención no podía ser fotografiado: el clima. Era pleno mes de diciembre y la bondad del tiempo les persuadió que era una zona con posibilidades. Sin carreteras aunque con una autopista en proyecto, sin aeropuerto por más que se hablaba de la inminencia de su construcción y sin playa, lo que allí observaron era un diamante en bruto pendiente de ser tratado con mimo y tallado con cuidado. Los terrenos estaban para todo el mundo, pero la genuina perspicacia empresarial hace que los ojos de un emprendedor observe lo que para otros ha pasado desapercibido. Es por eso que muchos no nos detenemos a observar una bolsa de basura mientras otros ven una empresa de reciclaje. O aquello que hizo que donde todos veían un inmenso desierto, Bugsy Siegel observara Las Vegas. Ese es el origen del más colosal desarrollo turístico que ha vivido la Isla de Tenerife y cuyos protagonistas son perfectamente identificables. No fueron un grupo de burócratas buscando alternativas, ni académicos subrayando las inmensas posibilidades que se abrirían de apostar por los sectores en los que ellos no invierten. No, fueron sencillamente hombres de acción cuyos inicios no están exentos de las máximas dificultades. Por cierto, el nombre que se dio a la zona y que también sirvió para bautizar a la Sociedad Anónima fue Playa de las Américas, los Puig creyeron encontrar El Dorado en esa zona y mereció la nominación de aquello que todos ansiaban, hacer las Américas.

Tener una gran idea solo en ocasiones no vale. Eso debieron pensar en los inicios cuando el tiempo pasaba y la autopista se retrasaba o el aeropuerto no se definía. Del mismo modo que en la isla se empeñan en subrayar los intereses privados a los que benefició contar con esas infraestructuras, se pasa por alto que al tiempo eran otros los intereses que también estaban en juego. Empresarios que contaban con sus instalaciones en el Norte de la Isla y que presionaban para que el aeródromo no se trasladase al Sur, al considerar que esto supondría una merma considerable de opciones para la ciudad turística. Solo el accidente de los Jumbo en Los Rodeos alteró el curso de la historia y el Reina Sofía daba el aliento que precisaba a la incipiente zona turística.

Antes, los problemas y dificultades del Sur eran apreciables. Los ayuntamientos no se consideraban concernidos y todo el desarrollo debían afrontarlo los promotores. Si no había luz, agua, teléfono o urbanización la sociedad recién creada respondería. Esto suponía que con la venta de la parcela, el promotor incluía esos servicios esenciales porque Telefónica -entonces una empresa pública- no creía que la zona se desarrollase y solo se avenía a vender lineas telefónicas al promotor. El cable de alta tensión desde la subestación de Chayofa a Playa de las Américas no fue a cargo de Unelco -también una empresa pública-, sino de los promotores. El agua hubo de buscarse a siete kilómetros y llevarla con tuberías enterradas pero no fue tampoco ninguna administración la encargada. Se puede decir que fue un desarrollo a pulmón y que tuvo costes notables para aquellos emprendedores inasequibles al desaliento. Entre la incertidumbre, la crisis de los primeros años 70 y la falta de desarrollo no se conseguía vender un solo metro cuadrado y los que ya se habían vendido se paralizaron. Solo un tiempo después aparecen los primeros hoteles (Gran Tinerfe, Troya) pero sus inicios fueron también bastante desconcertantes. Con ocupaciones medias del 30%, pronto entraron en problemas económicos por lo que habría que buscar una solución o abandonar la iniciativa. En 1974 había fallecido, fruto de una complicación tras un grave accidente de tráfico, Rafael Puig y Santiago se quedaba solo -con 33 años- al frente del negocio. Llega a un acuerdo para salirse parcialmente de los negocios familiares que mantenía en Cataluña y acometer la que sería su última bala en el cargador: “Llamábamos a la zona Playa de las Américas pero no existía tal”. Sus últimos cien millones de pesetas (600.000€, de entonces, equivalentes a 6.776.400€ de diciembre de 2015) se fueron a dotar de litoral adecuado a aquella escombrera. No es preciso subrayar que hoy tal cosa no sería posible. Visto en perspectiva, aquella decisión aparentemente temeraria tuvo todo el sentido, los solares no empezaron a venderse inmediatamente pero al menos la zona se puso en el mapa de los destinos turísticos y las ocupaciones de los hoteles existentes prácticamente se duplicaron. Eso supuso un balón de oxígeno, básicamente porque otras zonas como el Guincho tardarían todavía otros 15 años en desarrollarse.

El último sobresalto que hubieron de vivir fue la muerte del dictador Francisco Franco pero ya fue una situación general que no solo afectaba a la Playa de las Américas. Los potenciales inversores desaparecieron porque se creía que España podría no resolver la transición de la manera que lo hizo. Lo estamos viviendo de nuevo, la incertidumbre casa mal que las decisiones empresariales que impliquen un horizonte temporal largo. Los años ochenta ya fueron buenos y la zona vivió una etapa de esplendor al tiempo que empezaron a desesperarse las administraciones para lanzar una feroz represión sobre el suelo y sus usos. Los criterios empresariales fueron desplazados por los burocráticos y cabría conjeturar sobre lo que habría pasado en la zona si todo el proceso, hasta hoy, hubiese permanecido en las manos de quien siempre hizo -visto en perspectiva- lo preciso para convertir un secarral en una zona con un impacto económico sin parangón. El control que tenía, le venía dado por su confianza en el futuro pese a las renuncias de Unelco, Telefónica o los ayuntamientos, lo hubiese podido mantener para impedir un desarrollo caótico y desordenado, que malbaratase el destino cuando siempre consideró Cerdeña como el ejemplo a imitar. Pero, con Zabalita, el personaje que en ‘Conversaciones en la Catedral’ de Mario Vargas Llosa se pregunta “¿Cuándo se jodió el Perú?” podríamos establecernos una cuestión similar. ¿En qué momento y bajo qué condiciones permitimos que la administración se ocupase de lo que genuinamente podría hacer la iniciativa privada?. La presión sobre el suelo es brutal, nadie a día de hoy se atreve a cuestionar el aserto al punto de que el presidente del Gobierno de Canarias cree llegado el momento de revisar toda la norma. Tenemos Planes de Ordenación Territorial, planes parciales, directrices, pero al tiempo existen también administraciones diversas con poderes sobre el suelo, así sean ayuntamientos, cabildos, la COTMAC… una locura que genera inseguridad jurídica, acrecentada por el miedo de los funcionarios a la hora de facilitar cualquier paso so pena de verse inmersos en desagradables procesos judiciales. Todo ello presente en lo que muchos consideran nuestra gallina de los huevos de oro.

No son pocos los teóricos que esgrimirán razones de interés general para justificar lo que ocurre no es asunto tan evidente. Interés general es aquel que en cada momento un grupo de burócratas deciden que es interés general, estando por tanto más relacionado con los intereses políticos de cada momento. Si los partidos creen que sintonizan mejor con los votantes atacando problemas reales o imaginarios, eso es exactamente el tipo de cosas que harán. El turismo ha sido señalado de forma continua como un gran consumidor de territorio. Paulino Rivero se empeñó en proponer desarrollos sostenibles que permitieran avanzar sin, al tiempo, colonizar más metros cuadrados. Pero, ¿es eso una preocupación con algún tipo de base? Vaya por delante que ciertas sensaciones son meramente subjetivas y también respetables. Lo que no es tan legítimo es trasladar una idea errada con fundamentos tan poco sólidos. Las zonas turísticas apenas si consumen el 3% del total del territorio en Canarias y en ese entorno conseguimos generar un 36% del total del empleo y un 30% del PIB autonómico y se aporta el 31% del total de los ingresos de las administraciones. ¿Es mucho? No lo parece.

La historia no parece justificar tan extensa actividad pública. Aun asumiendo que la actividad turística pueda producir externalidades negativas (un aumento en el uso de recursos naturales, mayor colapso en las carreteras o tener que compartir las playas con muchas personas con las que no tenemos los mismos usos y costumbres), parece evidente que el pago de impuestos y el aumento general de riqueza en el Archipiélago compensan de manera sobrada los inconvenientes. Y no solo se benefician aquellos que directamente viven del turismo, es pertinente anotar como en los años 70 los ayuntamientos de Arona o Adeje -donde se desarrolla la actividad que merece este articulo- contaban con presupuestos que apenas eran una fracción de lo que hoy manejan por mas que los usos que den a esos recursos escapen al objeto de este reportaje.

Somos infinitamente más prósperos, más reconocidos, mejor empleados que en ausencia de desarrollo turístico, algo que no merecería mucho la pena discutir. Vivimos la transformación de una sociedad agraria para convertirnos en una de servicios, más empleada, algo mejor formada que lejos de expulsar a su gente se convirtió en lugar de acogida para muchos que buscaban mejorar sus particulares condiciones de vida, para sí y sus familias. Ello fue posible gracias a la vibrante acción empresarial de visionarios que, aunque tuvieran la tentación de renunciar, quisieron seguir apostando por las oportunidades que les brindaba mirar para América pero estacionar en Canarias. Y es que, efectivamente, hubo un tiempo en que fuimos tierra de oportunidades. No hace tanto tiempo de ello, apenas medio siglo.

Artículo publicado en el número 3 de La Gaveta Económica. Puede leer el resto del contenido de la revista aquí.