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Fe ciega en la palabra escrita

25 de septiembre de 2018
BOC
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El nuevo texto estatutario para la Comunidad Autónoma de Canarias es fruto de un esfuerzo legislativo merecedor de mejores causas y trata de crear una realidad a partir la ley, con un enciclopédico afán intervencionista 

Si alguno de los señalados como “centralistas” en estos tiempos de ebullición en Cataluña se tomase la molestia de leer el texto del nuevo Estatuto de Autonomía de Canarias seguramente se encontraría con nuevos argumentos para reforzar su tesis de que en España conviven 17 miniestados. Y si a alguien con intenciones de invertir en estas islas se le pusiera por delante este novedoso artefacto legislativo y también se tomase la molestia de leerlo, probablemente cambiaría de propósito. O preguntaría si de verdad esto tendrá algún efecto en esas lejanas islas donde piensa arriesgar su capital. Porque esa es la pregunta que podemos hacernos ante esta hemorragia leguleya que habla de “riqueza subordinada al interés general”, “renta de ciudadanía” y de combatir “la especulación urbanística sobre el territorio”.

Lo primero que llama la atención es la voluntad catalogadora del legislador (aquí el Estatuto añadiría “o legisladora”), ese afán por construir inventarios de la realidad basándose, por lo general, en lo que los políticos entienden como el conjunto de los problemas generales, que no es otra cosa que la sumatoria de las presiones lobistas que reciben durante su carrera. Si los criadores de palomas mensajeras hubiesen tenido un grupo de presión como Dios manda, seguramente la colombofilia tendría su lugar en el texto estatutario. Pero ya no son tiempos de Lorenzo Olarte. Sus sucesores al mando se entregan con entusiasmo en esta colección de palabras que supera a los mejores antecedentes en la materia.

Hablamos de volumen, no de calidad, desde luego. Porque no es la concisión una de sus virtudes. No podremos decir que, como las buenas leyes, aquí se expresan con el menor número de palabras los pensamientos, reglas y propósitos, sin restar claridad ni precisión al contenido. Porque estamos ante 201 artículos contra 65 que tenía el estatuto anterior o frente a los 169 de la Constitución. O de los 7 artículos originales de la Constitución de los Estados Unidos de América –y sus 4.400 palabras; hoy, incluyendo las enmiendas, suma unas 8.500–, con la que los “padres fundadores” sentaron las bases del país más admirado del mundo. Si hablamos de palabras, el estatuto anterior incluía unas 9.000 y la Constitución, unas 17.000. Teniendo en cuenta que el nuevo Estatuto se eleva hasta las 34.500 palabras, podríamos deducir que será siete veces mejor que la Constitución de Estados Unidos. Pero eso sería razonar por analogía y no siempre es el camino más adecuado.

En especial, si en vez de contar palabras nos disponemos a leerlas. Ahí viene el problema mayor, porque, convencidos del poder taumatúrgico de la palabra, los diputados (y diputadas) han dado rienda suelta a sus ganas de meterse en todo lo que creen a su alcance; y en lo que no está, también. La ley, como si de una fábrica se tratase, creará la realidad. Y proyectándose desde un punto del universo, a la manera del Aleph de Borges, se entregan a la tarea de clasificar casi todo.

El Preámbulo, con una redacción de alarmante pobreza literaria, no anuncia nada bueno. Recordemos que el Preámbulo de la Constitución de EE.UU. se memoriza en las escuelas norteamericanas como parte de la instrucción de los niños. Sus 58 palabras no lo ponen muy difícil, es cierto. Pero verdadero terror infundiría en los alumnos canarios si a algún burócrata de la educación se le ocurriese imponer la memorización del Preámbulo del nuevo estatuto, porque sus 1.020 palabras lo hacen tarea casi imposible. En esta parte encontramos un mini tratado de historia de las islas, que es a la vez algo así como una reflexión existencialista sobre el ser canario. Entre esta abundancia, ya se anuncian asuntos que se repetirán más adelante, como lo de “contribuir a la paz y a un orden internacional más justo”, de modo que el lector está avisado de que, si no consigue una buena comprensión del texto al principio, no debería preocuparse, porque todo volverá a decirse más adelante de una u otra manera.

Lo justo y lo especulativo

Es ahí en lo de “justo” donde empiezan las arenas movedizas del voluntarismo estatutario, que con las mejores intenciones se mete en todo lo que puede con tal de que este mundo cruel lo sea un poco menos gracias a las ideas revolucionarias surgidas de la calle Teobaldo Power. Porque el “orden internacional justo” reaparece apenas unas líneas más abajo de su primera mención, ahora en las disposiciones generales del “Título preliminar”. Cerca de donde está el hallazgo retórico de este texto, aquello de “archipiélago atlántico”, una construcción de la que don Pedro Grullo se sentiría muy orgulloso.

Si nos centramos en los aspectos vinculados a la economía del nuevo estatuto, nos encontramos varios ataques a la libertad de las personas y a su mayor manifestación, que es el mercado. En el Título VI, Capítulo I, “Del Régimen Económico y Fiscal de Canarias”, el artículo 164 nos saluda con su “la riqueza de Canarias está subordinada al interés general”. Bien es cierto que la frase repite la del artículo 128 de la Constitución Española, pero no por ello deja de ser un serio cuestionamiento al derecho de propiedad, que es inalienable a la libertad de las personas. ¿Acaso si alguien resulta que consigue el milagro de hacer algo de dinero y entonces aparece la Administración a quitarle una parte en nombre del interés general, podrá ampararse en que así lo establece el Estatuto? Los más pesimistas dirán que eso ya sucede, a diario, pero no por ello debe dejar de destacarse este riesgo de sometimiento a la arbitrariedad del responsable público. 

Algo similar ocurre con lo expresado un poco antes, en el artículo 35, donde se afirma que “los poderes públicos canarios asumen como principios rectores” una política económica y fiscal “destinada a un crecimiento estable y, de forma prioritaria, a la consecución del pleno empleo y la redistribución equitativa de la renta y la riqueza entre los ciudadanos y ciudadanas de Canarias conforme a los criterios de justicia social”. Pura subjetividad buenista, un enorme arma de doble filo. ¿Cuál es la “redistribución equitativa” de la renta y la riqueza? Más aun, ¿cuáles son los “criterios de justicia social”? Podemos suponer que, en algún momento del partido de fútbol, aparece el árbitro (la Administración) y le dice al capitán del Atlético de Madrid (el empresario que ha sido exitoso satisfaciendo a los consumidores): “Por favor, o deja de meter goles (ganar dinero) o le empiezo a sancionar con goles en su propia puerta (le redistribuyo la riqueza)”. Acto seguido, el capitán del Atlético de Madrid le dirá a Antoine Griezmann que deje de meter goles (fabricar mejores productos) porque lo mejor es jugar en otra liga, con árbitros ecuánimes (llevarse las inversiones adonde de verdad funcione el mercado, sin intervencionismo).

Es el mismo sentido amenazante que se observa en el artículo 26, donde se sostiene que la administración canaria buscará “la protección efectiva de la libertad de empresa en una economía de mercado” y que en virtud de ello “se ordenarán los mercados para asegurar la competencia libre y leal, la actividad empresarial, la productividad y la colaboración entre las empresas”. De nuevo, el riesgo de una enorme discrecionalidad en manos de quien primero habla de proteger la libertad de empresa para luego darse a sí mismo la facultad, nada menos, que de “ordenar” los mercados. ¿La productividad? Suponemos que no irá el Gobierno de Canarias a imponer cuál debe ser la productividad marginal de cada empleado, o de cuánto capital deben sumar para aumentarla. ¿La colaboración? Las empresas colaborarán –de hecho, colaboran mucho, cooperan para alcanzar mejor los fines de cada una– siempre que les sea provechoso a ambas partes, no cuando alguien de la Administración les fuerce a hacerlo. La mentalidad de UTE para concursos amañados del burócrata legislativo se coló aquí en toda su plenitud, es evidente.

El aire dirigista sobrevuela en otros pasajes del texto, como cuando en el artículo 112 la Comunidad Autónoma se arroga la competencia exclusiva “en materia de planificación y promoción de la actividad económica” y el “desarrollo y la gestión de la planificación general de la actividad económica”. Es decir, los individuos y empresas estarán esperando, según estas letras tan prometedoras, a que el Gobierno canario haga planes y recién entonces se sumarán con entusiasmo a lo que les han dicho que se tienen que dedicar. Desde luego, porque los poderes públicos son los que saben más y mejor en qué deben volcar sus esfuerzos los particulares, que entretenidos como están a veces buscando clientes a quién venderles sus productos se pierden la pintura completa de la situación, la que permite saber por dónde deben discurrir las aguas torrenciales de la economía planificada. Es, sencillamente, maravilloso. 

Como era de esperar, en el nuevo estatuto no podía faltar una de las especialidades canarias. No hablamos del gofio escaldado ni del conejo en salmorejo (que, la verdad, no desentonaría en el texto una buena defensa de estos platos inseparables del sacrosanto acervo cultural), sino de la legislación sobre el territorio. Son abundantes –todo abunda en este interminable novelón–  las menciones a la “especulación” como algo que se debe combatir desde la administración. Va de suyo que la especulación por sí misma nada tiene de reprochable, pero por supuesto que el legislador aquí está pensando en lo que queda bien y no en los hechos. La especulación urbanística nada tiene de malo, como cualquier otra que consista en comprar barato para vender más caro. Lo que sí tiene algo de malo es otorgar el poder discrecional al gobernante de decidir indirectamente el precio del suelo. Es decir, de revalorizar los terrenos con sus decisiones políticas, que es la madre de todos los casos de corrupción de esos mismos que claman contra la corrupción. Por supuesto que esto no ocurriría si se liberalizase el suelo, si se permitiera a cada uno hacer lo que mejor le parezca con lo que es de su propiedad. Pero nadie hoy en día en España es tan valiente como para deslegislar en ese sentido. En el artículo 156 (“Urbanismo”) se habla del “régimen jurídico de la propiedad del suelo, respetando las condiciones básicas que el Estado establezca para garantizar la igualdad del ejercicio del derecho a la propiedad, que incluye, en todo caso, la clasificación, categorización y subcategorización, así como los derechos y deberes asociados a ellos”. Vuelvan a leerlo, por favor. ¿Ambiguo, verdad? No sabemos si es una defensa del derecho de propiedad o un ataque. Nos tememos lo peor, por supuesto, ya que las continuas menciones al paisaje, la biodiversidad y, ese tótem nacionalista, el territorio, nos hacen suponer que usted aquí no podrá hacer lo que quiera con lo que es suyo si de terrenos se trata. Salvo que sea lo suficientemente influyente como para que los mismos que legislan contra la especulación amparen –quizá ofreciéndole ser socios de alguna manera– mágicos cambios y excepciones legislativas con la excusa de la creación de puestos de trabajo, la mejora en la excelencia turística o el impulso a las energías limpias. Argumentos no van a faltar, que no sea por eso.   

Derecho a todo

Más pensado para nuestros días que en la intemporalidad, el texto del Estatuto se esfuerza en la fabricación de derechos, de todo tipo y con la inconcreción que es propia de este género literario. En el Capítulo II del Título I (“Derechos y deberes”) se enumera un centenar largo de derechos, pensados en muchos casos no con una visión general de la sociedad, sino con una que no percibe personas sino “colectivos” discriminados a los que hay que ya no compensar sino privilegiar de alguna manera. Así, encontramos los derechos “de las personas menores de edad” (los niños de toda la vida), de las “personas jóvenes” (nótese lo inclusivo del lenguaje), de las “personas mayores”, de las “personas en situación de discapacidad y de dependencia”, el derecho “a la igualdad entre mujeres y hombres”, el derecho “a la orientación sexual”, los derechos “en el ámbito del medio ambiente” y la lista sigue y sigue… Además, se afirma que los poderes públicos deben “garantizar la transversalidad en la incorporación de la perspectiva de género en todas las políticas públicas”. Recordemos que en el reciente caso de “La manada” hubo voces jurídicas solicitando, nada menos, que se soslayara el código penal para aplicar en la sentencia esta famosa perspectiva. 

Las perlas son tantas en este capítulo que agotaríamos la extensión de este artículo y, sobre todo, aburriríamos mortalmente al lector. Podemos apuntar, por ejemplo, que en el ámbito de la sanidad se enumeran “derechos” que en realidad son parte habitual del servicio de salud. Pero todos quieren salir en la foto, aunque muchos de estos presuntamente nuevos derechos ya aparecen, de modo general y sintético en el texto de la Constitución. Es aquí donde se justifica todo con la cursilería de que se trata de un Estatuto “de tercera generación”. 

Más preocupante parece la inclusión del podemita artículo 23, el del derecho a una “renta de ciudadanía”, donde se detalla que “las personas que se encuentren en situación de exclusión social tienen derecho a acceder a una renta de ciudadanía en los términos que establezcan las leyes” o que los “derechos en el ámbito de la educación” incluyan el muy manipulable derecho a que los planes educativos sostengan una educación “integral”, en la que se contemplen “valores de igualdad, entre mujer y hombre, no sexismo, educar en la no violencia, no discriminación por razón alguna, solidaridad y cooperación, diversidad e identidad cultural, participación social y política”. Palabras más, palabras menos, la consagración de aquella muy polémica iniciativa del gobierno de Zapatero para dictar la asignatura de “Educación para la Ciudadanía”.

Hay, por otra parte, un gran querer y no poder en este nuevo Estatuto. No solo porque legisla sobre lo que no necesita serlo, sino sobre lo ya legislado, como es evidente en la veintena de oportunidades en que el texto aparece condicionado por la fórmula “sin perjuicio de”. Es decir, que se proclaman determinadas nuevas atribuciones, pero no tanto. Porque en realidad son meramente declarativas, son un exceso palabrero y nada más, que les lleva a solicitar competencias que en verdad no son propias sino del Estado, del Tribunal Constitucional o de la propia Constitución Española.

Se comprenden las aspiraciones del ego de la clase política local, pues todos somos humanos. Pero hay cosas que deberían estar por encima de veleidades y caprichos. Decíamos al comienzo que no se puede crear una realidad a partir de una ley y no podemos suponer que este nuevo Estatuto será algo que atraiga mayor felicidad o riqueza a los habitantes de este archipiélago. En todo caso, será un obstáculo, porque aquí no se introduce un cierto orden en el caos, sino que se aumenta la confusión. Este curioso experimento de dadaísmo constitucional a través del estatuto seguirá su curso, mientras a la realidad le importará bastante poco su aprobación. En vez de proclamar principios imperecederos, vivos, y que limitan los poderes del Gobierno, se ha optado por todo lo contrario y se ha consagrado un artefacto legislativo de aire autoritario, pesado, feo, aburrido e inútil.

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