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¿Cuánto cuesta el Carnaval?

26 de enero de 2020
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En pocos días más, comenzarán las calles de las principales ciudades de Canarias a mostrar señales evidentes de que se avecina el Carnaval, unas fechas con cierta tradición en las Islas, que son con frecuencia motivo de orgullo y que permiten hasta la comparación con las fiestas similares que se celebran en lugares como Venecia o Río de Janeiro. Aunque parezca antipático preguntárselo, poco nos hemos detenido a pensar si realmente merece la pena el gasto que conlleva su organización, porque la discusión sobre el particular no parece estar realmente abierta a los discrepantes.

Pero primero cabría recordar cuál es el origen del Carnaval y su justificación como acto cultural asociado al pueblo. Para ello, resulta a estas alturas casi un clásico el trabajo de Mijail Bajtin La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, donde el teórico ruso considera que la esencia de estas fiestas reside en las máscaras, los bufones y las carcajadas, pero también en la inversión de papeles, en bajar de su pedestal a las autoridades civiles (y también eclesiásticas, en su momento) para tomarles el pelo. Una degradación paródica que permite por unos días vivir como si los más importantes fueran los últimos de la escala social. O viceversa.

Poco de eso queda en el Carnaval de nuestros días, ya que nos hemos acostumbrado a la aparición constante de las autoridades en los actos públicos, entregando el cetro de reina, el premio de ganador del concurso de murgas, expulsando del escenario a algún cantante en estado de embriaguez o anunciando meses antes cuál será el tema o motivo en torno al cual deberán girar en cada edición los diversos actos y hasta los disfraces. Como se ve, una completa inversión, pero no de la que hablaba Bajtin, sino del propio sentido del Carnaval.

Hoy, los políticos aparecen al comando de todo y el puesto de concejal encargado de fiestas no es, precisamente, uno de los menos codiciados. Se ha trasladado el peso de uno al otro lado y como escaso consuelo quedan las dos o tres bromas que les gastan desde el escenario algunas murgas a los dirigentes políticos, con el dudoso ingenio que las suele caracterizar y con la menos dudosa complicidad del presuntamente burlado, porque ser objeto de burlas, al fin y al cabo, significa ser alguien en nuestro modesto sistema de celebridades locales.

Es a partir de ese cambio en los papeles que se ha entregado un enorme poder decisorio a los dirigentes municipales, que de esa manera consiguen el aval para destinar grandes recursos presupuestarios a la cosa carnavalera. Con ello, no solo se aseguran la foto final entregando el cetro, sino a veces también un nicho de votos entre los grupos asociados a la fiesta, ya que suman cientos y miles de personas a las que se apoya de manera directa o indirecta con fondos públicos. Pero, ¿es realmente un dinero del contribuyente bien gastado?

Puede sin dudas objetarse y pensar que no es otra cosa que un gasto caprichoso de corto alcance, que hay otras destinos mejores y que podrían redundar en bienestar para una mayor cantidad de vecinos. La respuesta que se suele ofrecer en estos casos bascula entre dos enunciados; uno, habla del valor cultural y de las tradiciones que deben mantenerse, mientras que el otro intenta justificarlo con razones económicas, aludiendo a vagos “retornos” que se obtienen como promoción turística de las ciudades o activación del comercio y el ocio nocturno. El primero de los argumentos creo que merece la misma consideración que todos los actos culturales, deportivos y de otro tipo que reciben dinero público y que no se financian solamente con el de los interesados: nada justifica el dispendio y sabemos que si es así es porque si dejase de ser así el responsable público se vería en problemas a la hora de votar.

Como ejemplo, la extinción de los toros en Barcelona, que ha ocurrido cuando la afición ya había menguado lo suficiente como para ser muy escaso el costo político de enfrentarla. El segundo de los argumentos, el material, es quizá menos justificable, porque encierra una visión del crecimiento económico del todo equivocada, como algo que depende de hacia dónde oriente su gasto el sector público. Distinto sería si en vez de esperar que los políticos les organicen la fiesta, los carnavaleros dieran un paso adelante y se autofinanciasen esa afición por la que “trabajan los doce meses del año y no solo ahora”, como sucede con las fallas en Valencia o con las scolas do samba en Río, que apenas reciben dinero público. Quizá no viviremos para verlo, pero sería un retorno a las mejores esencias de esta fiesta en la que todo vale. Y que vale bastante menos de lo que cuesta.