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¡Alto, policía de la lengua!

2 de marzo de 2020
Calvopoli
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En el despacho de Carmen Calvo habrá caído como una patada en las encías la respuesta que dio la Real Academia a la consulta que la vicepresidenta le hizo acerca de la necesidad de adecuar la redacción de la Constitución a los tiempos que vivimos, estos tiempos de miembros y miembras. Los queridos inmortales respondieron negativamente a la acusación velada sobre el texto de 1978, en el que no advierten rasgo machista alguno, aunque esto decepcione a la política nacida en Cabra, que cree que el dinero público no es de nadie. Y que también cree que ya es hora de que la Constitución tenga “un lenguaje respetuoso con ambos géneros, porque solo tiene lenguaje masculino y eso no se corresponde con una democracia desarrollada”. Si alguien se ha propuesto amonedar en frases absurdas su destino, ese alguien ocupa hoy la vicepresidencia en La Moncloa.

La reclamación de Calvo, que seguro no se dará por satisfecha con la prueba pericial de los académicos, es muestra de una de las plagas contemporáneas, la del llamado lenguaje inclusivo o igualitario, que cuenta con grandes defensores en el ámbito político y de todos aquellos que de alguna manera tienen atado su modo de vida a los fondos públicos. Del mismo modo que en un momento la ciudad de Las Palmas pasó a ser “Las Palmas de Gran Canaria” porque así lo decidió la corporación política y periodística –mientras el pueblo llano le sigue llamando “Las Palmas”–, hoy resulta difícil encontrar un diputado que no hable de los canarios y las canarias, los niños y las niñas o “el alumnado”, para no pronunciar el censurado “los alumnos”.

Todos aquellos que se han visto decepcionados con la respuesta negativa de la Academia desconocen dos cosas: cómo funciona la lengua y la imposibilidad de modelarla por mandato de la autoridad. La consulta de la señora Calvo llevaba implícito un anhelo, el de que se aplicase un poder de policía que impidiera de alguna manera (nos tememos lo peor en cuanto a las sanciones que estarían tramando) ese plural neutro que en español utiliza la forma del masculino, el género no marcado con el que se puede designar a los individuos del sexo masculino y a toda la especie sin distinción de sexos. No es de extrañar que los políticos, que cobran cada mes su sueldo gracias a la coacción de los impuestos, crean que a la lengua también se la puede forzar, como se hace con el sufrido contribuyente. Pero tenemos malas noticias: nuestro idioma, igual que cualquier otro, no se hace desde arriba, por orden de los que mandan, sino que sus normas surgen del uso comúnmente aceptado. Si se impone un determinado uso, no es por decisión o capricho de ninguna autoridad lingüística, “sino porque asegura la existencia de un código compartido que preserva la eficacia de la lengua como instrumento de comunicación”, como afirma el Diccionario Panhispánico de Dudas.

La pretensión de valerse de la coacción para retorcer el idioma hasta que sea de nuestro gusto muestra una tendencia totalitaria digna de los regímenes menos memorables. Mal que les pese a las autoridades, los hablantes somos los únicos propietarios de la lengua, y podrán dilapidar dinero público en campañas y altavoces vendidos a la causa, que si los hablantes no damos el brazo a torcer será del todo en vano.

La lengua es una buena muestra de cómo funciona el orden espontáneo, porque es una institución que se organiza no en los sillones de la Real Academia sino a partir de las decisiones particulares que adoptan los individuos en cada momento a la hora de comunicarse. Si utilizar las formas que son del agrado del gobierno resulta un obstáculo para hacerse entender por los demás, rechazarán esas formas, porque no les asegurarán una comunicación eficaz. Y lo mejor es que lo harán en casi todos los casos de manera inconsciente e instintiva, llevados por el ansia de comprender a los otros, de comerciar, de dar afecto, de celebrar o de ser eficaces en la esgrima verbal cuando toca discutir. Solo aquello que cumple con una finalidad tiende a conservarse, ese es el saber acumulativo que también llamamos avance civilizatorio.

Es la capacidad de cada uno de nosotros de organizar su vida y cooperar libre y voluntariamente con los demás lo que va forjando las instituciones como las de la lengua. No la academia ni el gobierno. Cada tanto, se hacen homenajes al español, en especial cuando llega algún aniversario redondo o al entregarse el Premio Cervantes, ceremonias en las que nunca faltan los políticos, que se llenan la boca de alabanzas hacia aquello que atacan de continuo, cuando lo que deberían hacer es dejar de entrometerse en algo que no comprenden, ni quieren ni valoran.