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Millennials a los que nada debemos

31 de mayo de 2020
millenial
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Hemos despedido en estos dos meses infames a la, probablemente, mejor generación de españoles. La de aquellos que, con trabajo duro y ahorro, hicieron de este un país próspero dejando atrás años de postergación, dominación e irrelevancia. Con un sentido todavía ético del trabajo, de la familia y confianza en la meritocracia, trabajaron con denuedo para que sus hijos accedieran a medios y conocimientos de los que carecían, ensanchando las clases medias hasta conseguir el reconocimiento internacional. El virus maldito se ensañó con ellos sin que los propios pudieran acompañarlos en el último suspiro, reconfortándoles como merecían. Le debemos mucho y el cansino y repetitivo recuento diario de víctimas corre el riesgo de sepultarlos en el anonimato más desagradecido.

Muchos medios han vuelto a la carga con lo injusta que es esta crisis con los millennials, esos jóvenes que nacieron en los años 80 y que hoy conforman la generación autotitulada como la mejor formada de la historia. Son algo así como el 24% de la población y su irreverencia hacia los mayores, su adanismo, su profundo desagradecimiento, y un egoísmo sin parangón los ha convertido en una especie de James Dean de la modernidad, esto es, unos rebeldes sin causa por más que pretendan alegar la búsqueda de objetivos loables y bienintencionados aunque desastrosos. Son los mismos que se permiten criticar a sus mayores porque electoralmente se comportan como un grupo con una tendencia ciertamente más conservadora, pasando por alto que solo aquellos que saben lo duro que es conseguir por sus propios medios objetivos vitales aspiran a conservarlos, poniéndolos a salvo de toda esa pléyade de aventureros de los que se ha llenado la política, sin conocimientos ni experiencias profesionales más allá de largas, plácidas y complacientes carreras como militantes acríticos en partidos políticos de toda laya.

Porque es conveniente decir las cosas con meridiana claridad. No es la generación mejor preparada de la historia, en todo caso es la más titulada de todos los tiempos y la destinataria de enormes recursos económicos para que los consiguieran. Recursos crecientes con exigencias menguantes, porque si algo ha caracterizado a esta joven generación es la creencia de que cualquier deseo se convierte en derecho y entre estos están contar con innumerables oportunidades para aprobar bien mediante la repetición ad infinitum, bien mediante el cambio continuado de carreras sin ser penalizados, bien pagando una fracción de lo que han costado sus estudios. No protestaron sus mayores jamás, ellos creían que una educación para todos era algo deseable porque abría un mundo de posibilidades tras décadas de ausencia de oportunidades.

Esos mayores a los que despedimos sin decirles adiós ni gracias son los que financiaron ese oneroso estado del bienestar, lo que hicieron en muchos casos con orgullo porque entendían que era una forma de estar en el primer mundo, de entrar por la puerta grande de una Europa a la que aspiraban cuando este país, el suyo, era en blanco y negro. No quiere decir que sea una generación sin mácula, claro está, pero sí que hoy no seríamos los que somos sin su dedicación y esfuerzo, palabra esta última en claro desuso millennial.

Ese estado del bienestar se ha convertido en un monstruo hipertrofiado y ya se apropia por la fuerza de más de la mitad de la riqueza del país. Además, hemos puesto al frente de los gobiernos a personas a las que siquiera les compraríamos un coche usado pero con el encargo de que disminuya nuestra incertidumbre prometiéndonos que nunca más deberemos preocuparnos por la estabilidad laboral, la jubilación, la sanidad o la educación, que es asunto de estado y a cambio de casi nada, porque la libertad vuelve a ser considerada un privilegio burgués y no un asunto nuclear que hay que ganar. De ahí esa bobada reiterada de no dejar nadie atrás mientras, al tiempo, y con la eficacia habitual, unos trámites burocráticos impedían que los acogidos a ERTEs cobraran a tiempo porque hoy, y con esa audiencia entregada, los hechos son mucho menos importantes que la retórica.

Nos hemos quedado con una generación genuflexa, irresponsable e infantilizada, educada en la creencia de que los derechos positivos reemplazarían a su propia responsabilidad personal. Ignorantes de que el conocimiento (y el capital) acumulado a lo largo de la historia les ha simplificado la vida al punto en que jamás antes nadie pensó fuera posible. Por mucho que chillen, a ellos sí que no le debemos nada.