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No es por la benevolencia del farmacéutico…

6 de junio de 2020
hospitalhuelga
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El gobierno ha encontrado en la declaración del Estado de Alarma la mejor herramienta para hacer frente a la crisis sanitaria provocada por el Coronavirus. A través de este mecanismo los empleados públicos de todos los niveles administrativos quedan bajo las órdenes directas de la autoridad competente, y habilita al gobierno central para limitar la circulación de personas o vehículos, practicar requisas de bienes, imponer prestaciones, intervenir y ocupar industrias, fábricas, talleres, explotaciones o locales e incluso racionar el uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad. Se trata, por tanto, de un régimen de excepcionalidad durante el cual el gobierno se atribuye poderes para intervenir en la economía que, normalmente, la Constitución reserva a los individuos y al libre mercado. De esta forma, teóricamente, las autoridades públicas anteponen el interés general al particular y pueden actuar sin apenas limitaciones ni interferencias, corrigiendo incluso los fallos de mercado. En la práctica, sin embargo, estos poderes extraordinarios han servido para poco en comparación al valor que ha continuado generando el sector privado.

Una de las primeras medidas que se tomaron bajo estos fundamentos fue la de unificar la sanidad pública y la privada bajo un mando único. Público, por supuesto. El resultado no fue el esperado y la propia patronal de las clínicas privadas, la Alianza de la Sanidad Privada Española (ASPE), informó 15 días después de la declaración del Estado de Alarma que a pesar de contar con 5.200 pacientes contagiados por Covid-19 en sus centros y otros 610 en sus Unidades de Cuidados Intensivos, todavía contaban con hasta 2.200 camas UCI que no estaban siendo usadas. Todo mientras los sistemas sanitarios púbicos de varias comunidades autónomas colapsaban atendiendo a pacientes que se amontonaban en los pasillos. 

A esto se añadió la prohibición de realizar pruebas diagnósticas en centros privados mientras en los públicos tan solo se realizaban en los casos con sintomatología muy grave. Ni siquiera esta autoridad pública casi omnipotente fue capaz de preservar la salud de sus propios trabajadores y España tiene el triste honor de ser el país con más contagios entre el personal sanitario, según el Centro Europeo para el Control y Prevención de Enfermedades que eleva el número de contagiados en este colectivo al 20% de los casos registrados muy por encima de otros países que como Italia llega al 10% o en Estados Unidos a tan solo el 3%.

La falta de pruebas diagnósticas ha sido una de las principales críticas que se le han hecho al gobierno al tiempo que la Organización Mundial de la Salud recomendaba realizar test de forma masiva a la población para aislar y tratar a los contagiados que pueden propagarlo a la vez que se conoce la seroprevalencia de la población que ha superado la enfermedad y han quedado inmunizados. Según el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, España es uno de los países que más pruebas ha realizado en relación a su población pero lo cierto es que el informe en que basa esta información parece no existir mientras que trascendió a los medios de comunicación la contratación de 700 mil test por valor de algo más de 17 millones de euros que no superaron los niveles mínimos de fiabilidad. Incluso se ha dado la paradoja de que mientras los poderes públicos exigían a las empresas que protegieran a sus empleados para poder retomar la actividad se han conocido casos en los que en aras de la socialización de las pruebas diagnósticas el mando único impedía su realización para poder administrarlas según sus propios criterios.

A la incapacidad de los gestores públicos para realizar compras de material sanitario -pruebas diagnósticas, equipos de prevención individual (EPI) o respiradores, hay que añadir los efectos no deseados generados ante el miedo de los agentes privados por la confiscación de este material privado en la aduana a la que habilita el Estado de Alarma. A estas razones que explican el desabastecimiento hay que sumar la imposición de un precio máximo de venta al público de ciertos productos como mascarillas higiénicas y gel hidroalcohólico que lo agravaron. La realidad, una vez más, ha colisionado con las medidas intervencionistas, obligando a los minoristas a vender a pérdidas el material ya adquirido y, una vez impuestos estos límites, la paralización de compras de nuevas remesas de material para no verse obligados a perder todavía más dinero en un contexto de crisis e incertidumbre económica. Al tiempo, se ha visto como los productos no regulados como otros modelos de mascarillas (higiénicas o FPP2) podían continuar comprándose con normalidad a precios de mercado. Parafraseando al economista Adam Smith no es por la benevolencia del farmacéutico, del médico y de la enfermero que podemos contar con medicinas y atención sanitaria, sin por su propio interés.

Los sectores menos regulados son los que mejor han funcionado. En contraposición con lo que dependía de la intervención pública, los alimentos y otros productos de primera necesidad no han faltado en los lineales de los supermercados a pesar de todas las restricciones de movilidad y dificultades impuestas por las normativas extraordinarias. Otra de las enseñanzas prácticas durante esta crisis ha sido la puesta en valor de las cadenas logísticas y de distribución. Habitualmente estas facetas de la actividad económica permanecen en la sombra y escapan a la valoración del comprador final porque dan por hecho que lo natural es encontrar en todo momento y en cualquier establecimiento un producto determinado. No es así, las redes de distribución son tejidos complejos que permiten conectar intereses que se encuentran distantes y, en ocasiones, parecen contradictorios, que terminan conciliando a través de los procesos de mercado

De hecho, el know-how de grandes multinacionales españolas ha permitido que no cesara el envío de cargamentos de material ya fuera en forma de compras a través de sus canales de distribución o de su experiencia para llegar a acuerdos y compras en el lejano oriente. Tampoco debería extrañarnos que los burócratas acostumbrados a la los pliegos y requisitos de las contrataciones públicas no hayan sabido desenvolverse con soltura en el mundo real compitiendo además cuando este tipo de productos sanitarios era más demandado en todo el planeta.

No solo ha fallado la planificación pública sino que además ha sido una mala planificación. Afortunadamente en las primeras semanas de desconcierto y descontrol de un mando único incapaz de proveer a sus ciudadanos de medios de protección la colaboración y donaciones de empresas privadas actuaron subsidiariamente. Muchas compañías han ido más allá de las medidas tomadas por el gobierno para aliviar los pagos de hipoteca o facturas de suministros. Entidades bancarias han establecido condiciones más laxas para acogerse a las moratorias de las cuotas, caseros han acordado libremente el alivio de alquileres para personas que se quedaban sin empleo o de locales que no podían abrir debido a las normas impuestas por el gobierno, se han ofrecido servicios gratuitos -desde suministros hasta entretenimiento para la población confinada- y se han cedido espacios privados. En este punto ha sido notable el ofrecimiento de varias cadenas hoteleras para alojar tanto a pacientes no graves para cumplir la cuarentena y así reducir el colapso hospitalario e incluso como alojamiento para personal sanitario desplazado o para los que querían evitar poner en riesgo a sus familiares. Nada de esto es obligación del empresario pero sí una muestra de su colaboración voluntaria en momentos críticos para la sociedad. Lo realmente notable ha sido el buen funcionamiento del libre mercado allí donde el gobierno no ha extendido sus poderes excepcionales para intervenir la economía.

El Estado de alarma también ha demostrado que mayor centralismo no implica una gestión más eficiente. A pesar de que una de las prerrogativas del gobierno durante este régimen de excepcionalidad ha sido la de acaparar competencias autonómicas bajo un mando único, en la práctica hemos visto como las decisiones centralizadas no son por sí mismas mejores. Los gobiernos autonómicos que conocían mejor por proximidad y competencias las necesidades y el estado de su población han sido arrinconados de las decisiones tanto a nivel sanitario como ahora durante la recuperación paulatina de la normalidad

En estos meses la población ha podido constatar tanto la mala planificación del mando único sobre los ámbitos públicos y privados como también los errores implícitos en toda gestión centralizada. Por su parte, los defensores de un Estado fuerte y protector han perdido la oportunidad de demostrar en base a los hechos que sus planteamientos pueden funcionar. La lógica tras estas medidas excepcionales reside en que los poderes públicos se reservan la capacidad de actuar con mayor eficacia y rapidez frente a “alteraciones graves de la normalidad” que pueden poner en riesgo la vida y seguridad de la sociedad. Sin embargo, ni siquiera en cuestiones nucleares en los que el Estado debe velar por la seguridad y el bienestar de su población ha sido capaz de cumplir con sus funciones. La moraleja para el futuro debería ser la de que debemos dejar de confiar en el Estado para solucionar nuestros problemas, fortalecerlo en sus funciones básicas y permitir que el mercado pueda actuar libremente para satisfacer el resto de necesidades de la población. Incluso en cuestiones de salud pública como las epidemias que no debemos confundir con salud de titularidad pública o estatalizada.

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