Un sueño burocrático

22 de junio de 2020
burocracia
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La declaración del Estado de alarma no ha servido tanto para parar una epidemia como para cumplir los sueños húmedos de todo burócrata. Millones de empleados públicos cobrando sin ni siquiera tener que ir a trabajar, un mando único centralizado por el gobierno con planes quincenales para organizar hasta el más mínimo detalle de la vida de las personas y la práctica creación de un sistema policial en la calle para controlar la subversión  son algunas de las anomalías que quieren hacer pasar como “nueva normalidad”.

Encerrados en casa con toque de queda como si viviéramos bajo un estado de sitio propio de escenarios bélicos, estas semanas la policía se ha dedicado a hurgar hasta en nuestras bolsas de comida por si estabas comprando productos de primera necesidad o nos estábamos sobrepasando en esa graciosa concesión que nos permitían de salir a hacer la compra. Hasta pasear al perro se convertía en un acto sospechoso. Pasear en familia, directamente prohibido.

Todo esto  ha sido posible gracias a un tsunami de decretos y órdenes ministeriales que es imposible conocer al detalle y que el gobierno ha excretado casi a diario, creando confusión entre lo que decía y lo que finalmente se publicaba, al tiempo que lo acompañaba de incertidumbres y una buena dosis de arbitrariedad llegando a decir una cosa y la contraria en un lapso de horas. Solo en la orden ministerial de la fase uno encontramos catorce capítulos, dos secciones, cuarenta y siete artículos, tres disposiciones adicionales, una disposición derogatoria, seis disposiciones finales y un anexo. Uno no sabía a qué normas atenerse en un momento dado y, lo que es peor, ignoraba las que debería cumplir pocas horas después. Es cierto que, teóricamente, el paraguas legal no ha dejado de existir pero en la práctica los recursos se resolverán dentro de meses, sino años, creando seguridad jurídica a futuro cuando la lesión en nuestras libertades ha podido mantenerse de forma ininterrumpida durante más de tres meses. 

Económicamente la catástrofe es equiparable a sufrir una dictadura socialista en la que la libertad empresarial debe atenerse también a la planificación gubernamental. La crisis económica a la que nos enfrentamos, en V, en L, en I, estará causada por las decisiones políticas no por el virus. Con medidas de precaución personal y poniendo en valor la utilidad de todo lo que nos han estado diciendo hasta que era malo desde los plásticos de un solo uso para proteger los productos hasta el transporte privados para evitar aglomeraciones, las restricciones en la la normalidad serían mínimas y su incidencia económica breve y pasajera.

En todo este tiempo lo de menos han sido los criterios sanitarios, no se han hecho pruebas diagnósticas para, por ejemplo, limitar la cuarentena a los enfermos sin limitar los derechos de los que ya estaban sanos o, incluso, inmunizados. Lo más sorprendente, tal vez, es que pese a las negligencias reiteradas del gobierno central y la merma de libertades injustificada, la gente haya cumplido obedientemente con este tipo de normas. Estamos como en la fábula de George Orwell de rebelión en la granja pero sin atisbos de rebelión. 

Una sociedad así, sumisa al control social es terreno abonado para el surgimiento de modelos autocráticos. Por ello la crítica al poder es más necesaria que nunca. El derecho a la disidencia, a poner en cuestión las verdades oficiales y a llevar la contraria al poder, que no necesariamente tiene que coincidir con la autoridad, so pena de ser señalado y perseguido como enemigo público. Las fórmulas han variado a lo largo de la historia pero el método es el mismo, en la dialéctica del amigo-enemigo el poder define una verdad oficial que no puede ser debatida, ya sea por calificarla como sagrada por religiosa o, como en los tiempos que vivimos, como científica. De ahí que el socialismo de Marx se definiera como científico, tratando de conseguir un halo de respetabilidad y legitimidad. Sin embargo, el proceso científico es dinámico y sometido a falsación continua.

El resultado, por tanto, es el anhelo del buen burócrata. Una sociedad regida por una maraña de normas cambiantes que solo él controla para diseñar a su antojo lo que se puede y no se puede hacer. La aspiración de los nuevos sacerdotes laicos que, como Pedro Sánchez, sermonea semanalmente en el mejor de los casos sobre el bien y el mal para que como buenos borregos no nos salgamos del redil. Su sueño y la pesadilla de cualquier persona que aprecie mínimamente su libertad.