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La conciencia tributaria o confundir hacer el amor con la violación

31 de agosto de 2020
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Que no nos tomemos muy en serio al Centro de Investigaciones Sociológicas que dirige Pedro Sánchez por intermediación de Félix Tezanos no supone que toda su tarea sea inane. En lo que constituye un aparente caso de malversación de caudales públicos, es utilizado las más de las veces para sacudir el avispero político -el problema, con todo, es que ha perdido tanto prestigio que a día de hoy parece que sus resultados solo interesan a Adriana Lastra- y para anticipar medidas políticas sobre las que el gobierno pretende actuar. Es lo que se puede colegir del último de los sondeos, preguntando a los españoles por su conciencia fiscal. El diario El País se apresuró a celebrar que “casi la mitad de los encuestados (47,1%) estaría dispuesto a pagar más si es para mejorar los servicios públicos y las prestaciones sociales”, notable camelo porque no pagamos impuestos porque valoremos lo que el estado nos da a cambio, lo hacemos porque dejar de hacerlo tiene consecuencias desagradables. No lo hacen siquiera los funcionarios, el 81% de los que pueden elegir prefieren la sanidad privada y no son excepción los que envían a sus vástagos a colegios también privados. En el mercado pagamos cuando deseamos obtener algo y si por alguna razón no tiene la calidad esperada, podemos cambiar de proveedor o suprimir el consumo de algo que nos desagrade. Podemos conjeturar lo que pasaría si hiciésemos algo similar frente al estado, por ejemplo, probemos a dejar de pagar impuestos porque sus servicios son deficientes o no se corresponden con ninguna necesidad nuestra.

En el periódico El Economista, un inspector de hacienda -Pablo Grande Serrano- reflexiona sobre la tendencia entre los españoles, apuntada por el CIS, de sobreestimar el mal comportamiento de otras personas que, creen, no pagan sus impuestos mientras que, al tiempo, consideran el suyo propio inmaculado, hasta creerse contribuyentes ejemplares. Lamenta, a continuación, “que la mayoría de la población no considera la moral tributaria como la principal razón para cumplir con las obligaciones tributarias”. Es decir, no le vale con nuestro dinero, quiere también nuestro aplauso en una nueva variante del Síndrome de Estocolmo. O lo que es peor, confunde hacer el amor con ser violado, o trabajar para vivir con ser un esclavo, como escribiera Thomas Sowell. 

En el mismo artículo, Grande Serrano presume de la eficacia de la Agencia Tributaria en la persecución del fraude fiscal, cifrando en 600.000 euros los aflorados por cada uno de sus probos funcionarios. Recordemos que tienen incentivos para perseguir ese fraude, cobrados incluso aunque se abra una reclamación por parte del perseguido fiscal y la justicia le termine dando la razón. Es decir, existe un incentivo perverso porque actúa solo por iniciar el procedimiento y no se le sanciona -ni devuelve el “premio”- aunque no tenga fundamento la denuncia. No es extraño que muchos decidan no pleitear, la agencia tributaria vuelve año tras año y es probable que en la maraña legislativa terminen encontrando un resquicio para sancionar. No hay, desafortunadamente, muchos Xavis Alonso, el futbolista que reputando de injusta una sanción, pleiteó para poner a buen recaudo de la rapiña tributaria lo que había conseguido en buena lid. 

Es una guerra, sin duda, que de momento gana el estado. No solo porque forma a los jóvenes mandando sobre lo que tienen -y cómo- que estudiar, también porque pueden decidir restringir nuestras libertades hasta el punto de pretender que las empresas privadas dejen de anunciar campañas prometiendo que las compras serán “sin IVA” porque quieren “fomentar la publicidad responsable y respetuosa en términos de conciencia fiscal”. 

No insistiremos lo suficiente en que pagamos impuestos porque se llaman así, impuestos, no voluntarios; que en español ha hecho fortuna la expresión contribuyente, como si pagar al estado fuese equiparable a una colecta entre amigos para ayudar a un necesitado en vez de contar con una palabra tan contundente y clara como la inglesa “taxpayer”; los impuestos los pagamos una cantidad reducida de ciudadanos, mientras que una inmensa mayoría que son objeto del deseo electoral de los partidos políticos son liberados de esa responsabilidad bajo los más variados  y absurdos pretextos. Si de verdad quieren nuestra consideración, lo mejor que pueden hacer es reducir el gasto de manera apreciable hasta llevarlo a una dimensión que no nos lleve a pensar, como decía Bastiat, que el estado es esa gran ficción en la que todo el mundo aspira a vivir a expensas del resto, particularmente su elefantiásica burocracia. 

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