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La justicia social se enfrenta a la meritocracia

29 de octubre de 2020
hormigas
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El mérito está mal visto. O al menos se está produciendo en los últimos años una corriente contraria a reconocer el valor del éxito, de los buenos resultados, de la constatación, en definitiva, de que algunos lo hacen o lo han hecho mejor que otros. El aplauso universal, con grandes cifras de ventas, que ha suscitado el libro La tiranía del merito. ¿Qué ha sido del bien común?, de Michael Sandel, viene a confirmar este nuevo enfoque que apunta a uno de los mayores incentivos –si no el mayor–que a lo largo de la historia ha tenido el hombre: el de que querer pasar de una situación dada a otra mejor. Si no se va a reconocer esa ansia de superación, ¿de qué valdrá el esfuerzo? Si una vez alcanzada la meta van a poner al último junto al que la cruzó primero, ¿qué sentido tiene haber corrido la carrera?

Sandel, que ha sido descubierto entre renovados aplausos por la prensa española, llama a “reflexionar de manera crítica sobre nuestras preferencias y deliberar con nuestros conciudadanos sobre cómo crear una sociedad justa y buena”. No es casual que apele a la habitual miopía de la izquierda a la hora de entender qué es el mercado y, sin novedad alguna, lo enfrente a una noción de una categoría del todo diferente como es la democracia. Es de reconocer su astucia a la hora de escoger ejemplos, como cuando apela al muy popular Walter White, el protagonista de “Breaking Bad”, que dejó de lado su puesto como profesor de química de instituto para volcarse a la producción clandestina de metanfetamina.

Así, destaca que el hecho de que haya empezado a ganar más dinero en su nueva ocupación no significa que esa sea una contribución más valiosa para la sociedad que enseñar en las aulas, porque “el mercado no puede determinar quién contribuye en mayor medida al bien común”, ya que ello exige “un discernimiento moral que deben dilucidar y decidir los ciudadanos según criterios democráticos”. Como vemos, el autor cae en el frecuente error de analizar cuestiones de carácter económico sin hacer el menor intento por comprender los fenómenos económicos y sus causas. Y quienes se sienten a gusto con estas afirmaciones nunca se ponen a pensar si alguna vez no les puede pasar a ellos ser en cierto modo un Walter White que gana buen dinero, pero que debe perder sus beneficios (conculcado de sus derechos de propiedad) en nombre de la democracia y el bien común. Dicho de otra manera, discursos como los de Sandel tienden a ser bien recibidos por aquellos que se creen incomprendidos, poco valorados, ignorados y les ofrecen a cambio no solo el alivio moral de no sentirse culpables de la envidia hacia los que están en mejor posición sino aun más, del derecho a arrancarles una parte. En nombre de la democracia, el bien común y la justicia social, por supuesto.

Para Sandel, somos “más humanos cuando contribuimos al bien común” y busca convencer apelando a un pensamiento que dice se inscribe en filósofos como Aristóteles, activistas como Martin Luther King y mandatos como la doctrina social de la Iglesia, para concluir que los seres humanos aspiramos, ante todo, a “ser necesarios para las personas con quienes convivimos”. No yerra cuando dice que la dignidad del trabajo consiste “en el ejercicio de nuestra capacidad para responder a esas necesidades”. Su error está en el modo de medir esa necesidad ajena que se satisface con nuestro trabajo. Pese a ser “un filósofo que llena estadios” –así lo han definido en un diario de Madrid– no ve la serie de innumerables intercambios voluntarios que vertebran el mercado como un buen vehículo y se permite cuestionar que reflejen el verdadero valor social de la contribución de cada persona. No es de sorprender entonces que apunte a la conocida teoría de los fallos de mercado y proponga una solución cuanto menos discutible, el debate: “Un programa que se tomara en serio la justicia contributiva requeriría un debate público sobre lo que realmente se considera una contribución valiosa al bien común y sobre los casos en que el veredicto del mercado es erróneo. Si bien no sería una conversación fácil, pues el bien común es un concepto controvertido, un debate renovado sobre la dignidad del trabajo desbarataría nuestra autosatisfacción partidista y aportaría vigor moral a nuestro discurso público”. Considera que los cierres provocados por los gobiernos a raíz de la pandemia han propiciado un buen momento para ese debate, pero encuentra enseguida una opción ganadora, aun antes de celebrarlo: debemos poner el foco en “los trabajadores esenciales”. La debilidad de las soluciones propuestas nos debería llevar a pensar que lo que en realidad está detrás no es un ímpetu democratizador, sino más bien lo contrario, porque es sin duda mejor reflejo de la voluntad del pueblo ese mercado que decide vencedores y perdedores que ese falso debate de Sandel donde él mismo, que al parecer sabe más que nadie, ya ha señalado un ganador.

Ganar, gustar y (no) golear
Cualquiera que tenga un hijo en el fútbol infantil sabrá de las discusiones actuales acerca de si conviene o no que un equipo le marque todos los goles que pueda al otro. O sea, de cuestionar la esencia misma de la competición deportiva. El asunto cobró estado público después de que los alevines de la UD Las Palmas B golearan a los de Las Coloradas por 47 a 0, en diciembre de 2017. Semejante choque con la realidad del nivel de su equipo, creen algunos, debe ser evitado. Así es que se han llegado a adoptar decisiones que alteran el espíritu de la competición, como sucede en Asturias, Andalucía y la Comunidad Valenciana, donde no registran en el acta del partido las diferencias superiores a diez goles. Algo parecido aprobaron en Cataluña, que sin embargo acabó retirando los límites a petición de los clubes. Galicia estudió el asunto después de un “escandaloso”, según las crónicas, 25 a 0, y desde hace unos meses su federación no publica los nombres de los goleadores hasta los 12 años, para evitar los piques por acumular goles contra rivales muy débiles. No es solo en el fútbol, porque en las categorías inferiores a cadetes de baloncesto, la norma en muchas federaciones autonómicas es que se cierre el acta cuando la diferencia supera los cincuenta puntos. Fuera de nuestras fronteras, no nos llama la atención que sea en Estados Unidos donde se haya dispuesto en muchas competiciones infantiles y universitarias que cuando uno de los rivales obtiene una ventaja inalcanzable se termina el partido, en cumplimiento de las llamadas mercy rules (reglas de misericordia).

De la misma manera, el criterio de excelencia académica lleva tiempo cuestionado y el esfuerzo por alcanzar las mejores notas es cada vez menos premiado en los colegios e institutos. Como prueba flagrante del pisoteo del mérito aparecen las decisiones recientes del Ministerio de Educación de un aprobado general ante la alteración del ritmo normal de las clases como consecuencia del coronavirus. Aquellos que hayan intentado seguir las aulas online con responsabilidad y estudiando las materias como si nada hubiera pasado quedaron al mismo nivel que sus compañeros que no se tomaron la molestia. Algo que, al parecer, no le molestaría a Francisco Tomás y Valiente, alumno del IES Ramiro de Maeztu, de Madrid, que en 2018 recibió uno de los premios extraordinarios que otorga la comunidad autónoma y que pese a ello reclamó “menos excelencia y más equidad educativa”, para regocijo de los medios de izquierda que recogieron sus palabras. Resulta interesante y, sobre todo, honesto que la reflexión provenga de quien ha sido premiado por su excepcional rendimiento académico, pero cabe sin embargo preguntarse hasta dónde y desde dónde debe ejercerse esa proclamada ambición de equidad o la tan alabada igualdad de oportunidades, defendida incluso por fuerzas políticas que se proclaman liberales. Lo habitual es decir que deberían compensarse las diferencias entre los que nacieron en un hogar con posibles y los de menores recursos. Pero eso deja de lado la particular situación de cada uno en todo aquello que exceda la simple comparación económica, que parece ser lo único que tienen en cuenta quienes esto defienden.

Uno de los principales autores a la hora de justificar el criterio de equidad es John Rawls, de amplísima influencia, que sostiene que los hijos de los ricos tienen mayores oportunidades que deben ser corregidas por la intervención del estado. Su idea del “principio de justicia social” es del todo inversora de valores, ya que permite que se produzca la inequidad si esta sirve para que los más desposeídos tengan ventaja. Es una manera diferente de expresar el aforismo que popularizó Marx: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. En una sociedad libre, sin embargo, no deberíamos dar a nadie el derecho a perseguir un fin que no sea posible sin coacción sobre otros. Lo que proponen los teóricos de la igualdad y detractores del mérito es la consecución de un cóctel determinado, una sociedad de diseño, sin importarles cómo se llegue a ella. Y a ella no hay otra forma de llegar que a través de la desigualdad ante la ley, porque se discrimina a unos escudándose en que tienen ventaja y de ese modo se está dando un mensaje claro: hay unas personas que tienen más dignidad, más derechos, que otros. Se justifica en nombre de presuntas injusticias históricas las injusticias presentes y futuras a las que se recurre para superarlas.

Pobres los negros
Las calamidades de las políticas de affirmative action o discriminación positiva han sido suficientemente expuestas por el libertario americano Thomas Sowell, que no por ser negro dejó de advertir el error que entrañaban. Su defensa del mérito y no de la llamada justicia social la apoyaba en datos, como el que indica que antes de la irrupción de estas políticas las familias negras con ingresos por debajo del umbral de la pobreza habían pasado del 87 al 47 por ciento entre 1940 y 1960. Pero se había frenado en los años sesenta, los del auge de los derechos civiles, con una reducción ya de solo 17 puntos, hasta virtualmente congelarse a partir de 1970, cuando el índice de pobreza entre los negros solo descendió un 1% adicional. En apenas una frase pintó las deficiencias de las políticas equitativas que atacan la meritocracia: “Tanto los grupos preferentes como los no preferentes reducen sus esfuerzos: los primeros porque no necesitan rendir al máximo, los segundos porque esforzarse al máximo resulta inútil. Se produce una pérdida neta, no una suma cero”.

Teniendo en cuenta que incluso en la propia Constitución se cae en el error de la arrogancia redistributiva (“una distribución de la renta regional y personal más equitativa”, art. 40), ¿hasta cuándo debe redistribuirse?, ¿cuándo se considera ya redistribuido? ¿o es que se va recalculando de manera permanente como un GPS desquiciado que nunca nos lleva a destino? Si los defensores de la justicia social buscan corregir desigualdades que surgen de la aplicación de las mismas normas para todos, lo que en realidad están haciendo es implantar normas que no tratan a todos por igual. Cuántas veces hemos escuchado que “hay que poner la economía al servicio de la política y no al revés”, que viene a ser como decir “debemos poner de una vez por todas la atracción terrestre al servicio del hombre y no al revés”, a lo que debería seguir la solicitud al parlamento de derogar la ley de gravedad para que todos podamos volar sin tener que pagar por ello a una aerolínea.

Lo valioso, lo meritorio, no puede surgir desde la cabeza de alguien o de unos miembros del gobierno que pueden tener sus pasiones, sus sesgos, incluso sus resentimientos, porque ese camino no tardaría en llevarnos a un estado autoritario. Si los resultados se reparten entre ganadores y perdedores no debería importarnos siempre que ese resultado sea el fruto de reglas que son justas. Pero si en el minuto 60 del partido de alevines que va 9 a 0 el árbitro le advierte al delantero goleador que si convierte un tanto más el partido se acaba, es probable que baje los brazos, deje de buscar el cabezazo en cada centro y se empiece a aburrir soberanamente, al tiempo que pierde el respeto por el rival al que la nueva norma protege desigualitariamente. Y el equipo protegido, por otra parte, nunca sentirá como propia una eventual remontada.