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La que nos espera

29 de octubre de 2020
playas vacías
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Cuesta creer que volverá el hambre a Canarias, que volverá la emigración y que volverá la gente a sentirse insegura en las calles de las islas. Así ha sucedido en el pasado. Pero son pocos, por no decir ninguno, los datos de la realidad que permitan pronosticar un destino mejor que el derrumbe económico que ya se está produciendo día tras día. El desánimo cunde entre amigos, familiares y compañeros de trabajo, no es tarea fácil encontrar a alguien que se sienta con un mínimo de optimismo al pensar en el futuro. Las persianas bajas de los negocios, los hoteles cerrados, los aeropuertos vacíos y las cancelaciones en las reservas de los pocos alojamientos que funcionan… todo apunta al desastre.

Y las calles vacías. Muchos bares y restaurantes se quejaban de la hora de cierre impuesta por las restricciones de la covid-19, pero no es menos cierto que ya están algunos recogiendo mesas y sillas antes de lo estipulado, simplemente por falta de clientes que se sienten en ellas. Los productores de espectáculos programan y cancelan con similar ritmo, y aunque a veces se argumenten motivos sanitarios, lo cierto es que se suspenden los conciertos y actuaciones públicas por no tener público suficiente para, al menos, no perder dinero o perder lo menos posible.

La pregunta de todos es cuándo acabará esta pesadilla, pero mucho nos tememos que apenas está comenzando. Las autoridades locales se esfuerzan en conseguir que se operen vuelos desde los tradicionales mercados emisores de turistas y que se adopten determinadas medidas como los llamados “corredores seguros” que, en principio, minimizan el riesgo de contagio. Pero está muy por verse que realmente sirvan para resolver el principal problema, que es la caída brutal de la demanda. Los dos factores que pesan para haber devastado los movimientos de viajeros persisten con igual o mayor fuerza que hace unos meses: primero, las medidas de distanciamiento social, sumado al miedo al contagio afectan a un negocio que si de algo vive es de la intensa interacción personal. Y, segundo, los datos económicos de toda Europa, que no animan precisamente a los que piensan en gastar un dinero en sus vacaciones, bien porque ya no lo tienen, bien porque prefieren guardarlo ante la incertidumbre para el mediano plazo. Alemania ha sufrido la mayor recesión desde la posguerra y el Reino Unido es, junto con España, el país que peor ha encajado las consecuencias económicas de la pandemia. Si el turista no quiere o no puede permitirse venir, no vendrá. Punto.

Da la impresión de que se hubieran conjugado a la vez todos los factores necesarios para que el turismo se viera especialmente afectado y que se convierta, una vez se acabe la morfina de los ERTE, en el mayor destructor de empleo de España durante los próximos trimestres. La crisis será de tal calado que debemos prepararnos para ver barrios enteros en San Isidro o Vecindario donde el desempleo supere el 50 por ciento con holgura. No parece estar esto en la agenda pública de momento. Basta con mirar los a menudo surrealistas debates en plenos del Parlamento, cabildos o ayuntamientos para comprobar la desconexión con la realidad que tiene la mayoría de los representantes públicos. O peor que eso, asomarse a sus cuentas de Instagram, donde se les ve preocupados por averiguar si la tortilla de papas lleva o no cebolla o cansados no de trabajar realmente, sino solo por tener que pasar de un avión a otro. Esta red social presta un invalorable servicio a la hora de conocerlos de verdad, de saber quiénes son cuando no hablan de política.

La decadencia se percibe a través de señales sutiles, a menudo no es necesario que sea con brusquedades o shocks. La decadencia es ese vecino que se ha mudado de barrio por no poder pagar el alquiler, es ese amigo que vende el coche y no lo repone, es esa empleada doméstica que antes trabajaba por horas en varios pisos del edificio, pero que ya no aparece más por aquí. Es ver personas ociosas por la calle en horarios en que deberían estar ocupadas, es conformarse con una ayuda pública que representa mucho menos que lo que se ganaba trabajando. Triste destino para un lugar que con frivolidad localista es loado como el mejor lugar del mundo (“qué suerte vivir aquí…”), pero que no parece tener ya mucho que ofrecer mientras se va sumiendo, poco a poco, en el cruel olvido, la irremediable resignación y la silenciosa desesperanza.