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Cómo llenar de socialismo las empresas

30 de diciembre de 2020
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El texto de Milton Friedman es un clásico a estas alturas y su influencia ha resultado inversamente proporcional a la capacidad disuasoria del fenómeno que demostró el genial economista de la escuela de Chicago. Se titulaba “La responsabilidad social de la empresa privada” y fue publicado en 1970 en el diario The New York Times para escándalo de muchos, en especial de alguna parte de los lectores del periódico, normalmente señalado por su sesgo progresista. En él, el economista censuraba muy duramente la introducción de ideas que no dudaba en calificar de socialistas como inspiradoras de esta función “social” atribuida a las compañías privadas. Su queja y su alarma, vistas ya al haber transcurrido cincuenta años, no parecen haber hecho escuela sino más bien lo contrario.

Así, a menudo, los periodistas recibimos comunicados oficiales de empresas muy importantes en España, en los que se hace hincapié en cuestiones que nada tienen que ver con su actividad específica: un banco que habla de “diversidad” y de “inclusión” como “un objetivo de negocio más”, una cadena hotelera que se ocupa de la atención de niños desamparados en un país centroamericano, una gran constructora que se encarga de una canalización para que llegue el agua potable a una población de indígenas peruanos o una línea aérea que “se alía con los valores del orgullo LGTB” en la celebración del “orgullo”.

Son solo algunos ejemplos, reales, de los miles que se pueden encontrar en estos días. Parecen todas acciones en principio llevadas por la mejor de las intenciones y a las que pocos podrían resistirse a la hora de juzgar que son positivas para la sociedad o al menos parte de ella. Pero, ¿es realmente bueno que las empresas dediquen sus esfuerzos a actividades o políticas de ese tipo?

Por un lado, la llamada responsabilidad social corporativa (RSC) ofrece a muchas compañías una oportunidad de oro para presentarse ante la sociedad de una manera más amable y mostrar una cara más digerible cuando, por ejemplo, su actividad principal goza de mala fama. El caso de los bancos es el más evidente, ya que sobre ellos pesa una mala reputación de la que sobran los ejemplos en la imaginería popular. A veces, podemos confundirnos ante este tipo de campañas tan llenas de bondad y tener la sensación de que no quieren nuestro dinero ni cobrarnos sorpresivas comisiones por todo, sino mejorar nuestra vida al compartir ellos con nosotros su alma virtuosa. Pura hipocresía. Al mismo tiempo, estas campañas permiten inyectar dinero en los medios de comunicación para que se detengan en estos aspectos si se trata de informar sobre las empresas y evitar que se pongan a hurgar en cuestiones más incómodas en el momento de dirigirse a la audiencia. A ello debería sumarse que si se da el caso de que el gobierno de turno tiene un signo progresista, como sucede ahora en España, todo esto será enfatizado como un guiño al poder político con mando en plaza.

Pero, por otro lado, la crítica más de fondo que se puede hacer es la que hacía el premio Nobel en su artículo de 1970, cuando decía que al fin y al cabo, esto de la RSC consistía en la introducción de ideas socialistas en uno de los actores principales del teatro capitalista, como son las empresas. Y no se refería solo a la aceptación perruna de los postulados de la, llamémosle, izquierda cultural y su vocabulario.

Más bien, hablaba de que este tipo de acciones, por lo general solo reservadas a empresas de cierto peso, eran una distracción de los objetivos para los que habían sido elegidos los ejecutivos, de los que se espera unas decisiones acordes con los propósitos de los dueños. Y estos propósitos suelen estar vinculados, como es natural, con la obtención de beneficios económicos, no en repartir el dinero de los accionistas entre personas que no lo son.

Porque, en definitiva, no hay mayor función social en una empresa que la que desempeña, al tiempo que legítimamente se lucra, ofreciendo sus productos en óptimos de cantidad, calidad y precio a un público que de manera voluntaria está dispuesto a pagar por ellos. En el caso de que dejasen de cumplir ese valioso papel, el castigo no será moral por abandono de propósitos de RSC, sino muy concreto y en forma de pérdida de clientes. Una pena, esta del mercado, más real y merecida que la del tribunal de lo políticamente correcto.