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Capitalismo clientelar

3 de febrero de 2021
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Hace algunas lunas, un dirigente empresarial poco comedido, presumía de que esta publicación era la de los empresarios y que, además, le salía gratis. Existe una diferencia fundamental entre coincidir en determinados preceptos y comprar acríticamente todo el paquete. O lo que es lo mismo, una cosa es creer en la genuina empresarialidad (entender al empresario de verdad como un descubridor de oportunidades y nuevas formas de hacer lo viejo) y otra en los empresarios como seres de luz. Los hay, sin duda, excelentes, muy buenos, buenos, regulares, rentistas y captores de beneficios políticos, que son aquellos que dotan de mala imagen al conjunto por sus turbios manejos. Son esos, en la mente de todos, entre los que es difícil deslindar donde terminan sus negocios privados y donde comienzan los asuntos públicos. Jamás han rehusado presumir de su poder, que jamás resulta directo, siempre interpuesto. Un empresario que merezca tal consideración jamás tiene poder, antes al contrario, está sometido al criterio impersonal del mercado y sujeto a lo que conocemos como soberanía del consumidor. Esto significa que en la medida en que sirva a sus semejantes de acuerdo a sus particulares y cambiantes preferencias, seguirá siendo una persona exitosa mientras que cuando pierde el foco y ya no cumple con lo que los demás esperan de él tiene ante si dos posibilidades: o cambia, o cierra. 

Es por eso que el capitalismo de libre mercado genuino tiene tan pocos adeptos reales, militar en esa creencia es complejo y no resulta jamás un camino recto. Un empresario no goza de poder porque no tiene capacidad para imponer nada a sus clientes. Amancio Ortega, el empresario más rico de España y uno de los principales del mundo, no tiene capacidad alguna para conseguir que quienes lo insultan en las redes sociales cada vez que dona valiosos equipos en la lucha contra el cáncer, paguen por sus productos o ingresen en sus tiendas, pese a lo cual, los hermanos Garzón han sido fotografiados con prendas o entrando en establecimientos del grupo Inditex. Los mismos Garzón sí que gozan de poder, por ejemplo, para conseguir que paguemos más por los productos que nosotros apreciamos, por ejemplo, bebidas azucaradas a las que le han colado un impuesto por la cara (también, dicen, por abnegados dirigentes políticos que velan por nuestra salud). 

Siendo cierto lo anterior, ¿en qué momento los empresarios sí gozan de poder? La respuesta corta es cuando dejan de serlo. Y lo hacen cuando encaramados en determinadas organizaciones empresariales obtienen beneficios para sí o su entorno que no conseguirían en caso de no figurar al frente de las mismas. ¿Se debe negar que se organicen al modo que hacen los propios sindicatos? No, lo que sí sería muy sano es que no contasen con los privilegios de intermediación que la actual normativa les brinda, con independencia de sus afiliados o miembros. La CEOE planteó en su momento, incluso, la posibilidad de financiarse exclusivamente por medios privados pero es algo que no ha conseguido, lo que sin duda le resta capacidad y legitimidad. Los sindicatos deberían estar sujetos a la misma regla y cobrar de sus afiliados. 

Otra forma de limitar los riesgos inherentes a esa acumulación de poder, particularmente en Canarias, sería reduciendo dramáticamente las restricciones sobre el suelo, dado que generar artificial escasez consigue sobrevaloraciones que algunos están dispuestos a conseguir cueste lo que cueste. No menor, ni menos importante, es esa broma que se repetirá hasta que deje de tener gracia de la colaboración público-privada, en boga precisamente por los ingentes recursos que vendrán de Europa y que requerirán una capacidad de gestión que la administración no ha mostrado jamás. Deirdre McCloskey, en su más reciente libro “Por qué el liberalismo funciona” dice de ese tipo de conchabo: “Dan como resultado que la parte privada se haga rica, los burócratas poderosos y los pobres de la sociedad sean tratados de manera injusta” razón más que suficiente para que cuando se hable de asociación público-privada, los liberales escuchemos conspiración público-privada. No hay nada que defienda el interés general en crear con dinero público una compañía aérea para que compita con otras que se juegan dinero propio por turistas peninsulares y que llenará los hoteles de los políticos-empresarios mejor conectados. Tampoco cuando se invierte (¡bien!) en la compra de máquinas que puedan fabricar productos con una fuerte demanda dado el nivel de pandemia y, de inmediato, empezar a presionar para que se prohiban importaciones chinas de ese mismo tipo de producto. Y así, es de lamentar, un largo etcétera. 

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