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El imperio de la moral woke

28 de marzo de 2021
woke
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Cuentan que al teléfono del gabinete de comunicación del Museo del Prado llamó hace poco un periodista pidiendo explicaciones. Resulta que había leído un artículo titulado “Zeus, el primer violador en serie”, basado en cuadros que forman parte de su colección, y quería saber si la dirección de la pinacoteca se sentía cómoda acogiendo esas obras donde “se normalizaba la violencia sexual y se denigraba la figura de la mujer”. La anécdota es cierta; el artículo, también, y los responsables de prensa del Prado tuvieron que esforzarse para explicar en pocas palabras en qué consiste la mitología griega y la no existencia, más que como parte de ella, del citado Zeus, contra el que probablemente estarían ya preparando un escrache.

Aunque el sucedido pueda mover a risa, es muestra de los tiempos que nos ha tocado vivir y de un fenómeno que parece inundarlo todo, siempre en nombre de la moral recta. Ante la reciente noticia de que la princesa de Asturias estudiaría en Gales su bachillerato, algunas voces se escandalizaban por el precio (con cargo al contribuyente), otras por lo que significaba no hacerlo en España, pero las más minoritarias se preocupaban por lo que implicaba para la Corona que su heredera se formara en un centro que cumple con todos los requisitos para definirlo como woke. La palabra inglesa alude al despertar de la conciencia social, a dar por buenas las ideas de dominación racial o sexual, a ver en cada esquina víctimas de una opresión que se manifiesta en casi todo y a defender una cultura del agravio y desagravio que se corporiza en la “cancelación” (el olvido, boicot u ostracismo) a la que se condena a todo aquel al que se señala con el dedo o el clic acusador. Es, en otras palabras, el paroxismo de lo políticamente correcto, según lo definen autores como Titania McGrath (alter ego de Andrew Doyle) o James Lindsey y Helen Pluckrose, que directamente lo entroncan en la tradición marxista, después, cronológicamente, del leninismo, el estalinismo y el maoísmo.

Resulta que hoy en día todo el mundo parece sentirse con derecho a sermonear a sus semejantes, algo que sin duda se ha potenciado con la pandemia, donde el señalamiento de los infractores se muestra como un galardón, como la prueba de que el denunciante está un peldaño por encima en la escalera de la bondad. Ya pocas cosas quedan a salvo de la lectura culposa de toda la cultura occidental y a nadie le debería sorprender ya que Disney haya autocensurado películas como “Dumbo”, “Peter Pan” o “Los Aristogatos” por incluir “representaciones negativas” o “tratamiento inapropiado de personas o culturas”. Explican que en “Los Aristogatos” aparece un gato siamés con ojos rasgados, lo que al parecer ridiculiza a los asiáticos porque además toca el piano con palillos, del mismo modo que unos cuervos que se ven en “Dumbo” tienen unas “voces negras exageradamente estereotipadas”. La lista de prohibiciones, con toda seguridad, se ampliará próximamente.

Otra lección de moral nos dan ahora los deportistas, a los que se acude ante cada celebración de un “Día internacional” de lo que sea, como si su palabra pudiera alumbrarnos acerca de los misterios del universo. Una exageración que antes solo estaba reservada a los artistas de cine o los músicos. Y no hablemos de las empresas, que si algo las aterroriza hoy en día es que su imagen se vea asociada a las ideas mal vistas. Así, si compramos un huevo debería darnos tranquilidad que las gallinas no pasaron estrés al ponerlo y si subimos a la guagua viajaremos más felices si no está impulsada por un motor diésel, del mismo modo que si no abusamos de los servicios de lavandería del hotel donde nos alojamos y ordenamos que no nos laven las toallas, será para ahorrar agua y evitar la contaminación del detergente, con lo que salvamos el planeta, que está enfadado. Lo peor es que todas estas presuntas buenas acciones se cuentan desvergonzadamente en las redes sociales, plaza de chismosos donde lo que más importa es insinuar no solo que nuestra vida es mejor de lo que en realidad es, sino también más virtuosa. Son tantas las circunstancias que a diario nos ponen cara a cara con este victimismo y aquel que lo cuestione puede ser acusado de los peores delitos. “De odio”, por supuesto. El humor o la indiferencia no parecen haber funcionado a la hora de enfrentarlo y el riesgo que se corre es que la única resistencia que al final tenga éxito sea una que postule un modo de ver el mundo de signo opuesto, sin matices ni lugar para la duda. Y con la misma pretensión autoritaria.