En su más que recomendable último libro, “Claves de innovación” (Antonio Bosch Editor, 2021) Matt Ridley cuenta el caso del equipo X de Google, un grupo algo friky especializado en locos proyectos de innovación futurista que tiene como divisa un principio básico que llaman Monkey first (el mono primero) que fija la estrategia: si el proyecto aspira a que un mono subido a una peana pueda recitar a Shakespeare, es un error comenzar primero a desarrollar el pedestal y luego al difícil problema de entrenar a un mono para que hable. Incluso en empresas gigantescas los incentivos para comportarse de forma eficiente están bien alienados y contar con abundantes recursos no altera el foco de la compañía. Pensemos lo que ocurre cuando es la administración quien toma ese tipo de decisiones. Ya sabemos que suelen inclinarse por construir, siempre y en todo momento, la peana y el pequeño problema de enseñar a hablar al mono ya se logrará … aunque sea recurriendo a un decreto ley.
Así es como salen adelante muchos proyectos políticos. Aunque en apariencia suenen bien encaminados y repletos de buenas intenciones (¿quién sería tan insensible de no valorar el aporte de un mono recitando a Shakespeare, incluso tarareando las melodías al piano de James Rhodes?) lo cierto es que siempre se comienza con la construcción de una infraestructura: Alguien plantea que hay que conseguir convertir un territorio en el nuevo Silicon Valley y lo primero que se hace es crear una mega nave industrial que albergue la sede, sin reparar que lo que convierte en único aquel enclave en el Valle del Silicio californiano no son los muros, es el talento, la concentración de personas valiosas entre las que crecen las ideas a velocidades de vértigo. ¿Cómo se puede reproducir? Desde luego no con la peana pero es un buen inicio conseguir que las Universidades creen ese tipo de profesional capaz, contar con la retención o creación de empresas que aporten valor -bajos impuestos y seguridad jurídica suelen ser muy útiles- y crear toda una cultura empresarial en la que no se tengan siempre pensamientos locales, más bien integrados en un mundo cada día más aplanado. En Tel Aviv lo consiguieron no a base de emular a nadie, tan solo se hicieron las preguntas correctas, del tipo ¿qué podemos hacer nosotros que nos dé algún tipo de ventaja competitiva?. No más sencillo fue aceptar las respuestas, podían ser o más rápidos o más baratos pero no se puede ser Silicon Valley porque ya existe.
La innovación funciona porque es espontánea, no planificada por el poder, avanza de abajo hacia arriba siendo el resultado directo de costumbre tan humana como nuestra predisposición a trocar bienes y servicios, en definitiva de intercambiar. La innovación es distinta de la invención porque convierte los inventos en cosas útiles y accesibles para toda la humanidad, así lo ha sido siempre, que es otra enseñanza que encontramos en el libro y que casa mal con la idea del genio creador y solitario, más bien es el fruto de la cooperación entre personas que prueban y se equivocan. Este es el mono recitando en inglés, lo que se ignora sistemáticamente cuando de lo único que se dispone es de dinero y ganas de salir en la foto, esa veleidad a la que se dedican con fruición nuestros dirigentes. Acumulamos instalaciones molonas -en lo único que se ha copiado realmente a Google- llenas de ordenadores personales, futbolines, barras de bomberos para evitar las escaleras -hacia abajo, por supuesto- y cojines en los que tirarse por el suelo por si viene la musa innovadora de visita a quienes hacen uso de esos espacios.
Se avecina tiempos de repetición de errores, con los fondos europeos orientados a un montón de prioridades que solo son políticas, no económicas. En 2016, Business Europe recopiló un larga lista de ejemplos en los que la regulación europea había influido en la innovación, encontrando solo dos casos en los que lo había hecho positivamente: las políticas de gestión de residuos y de movilidad sostenible. La relación de sectores completos en los que la regulación había introducido obstáculos creando incertidumbre legal, con continuas contradicciones normativas entre regulaciones, castigo impositivos a empresas y tecnologías, engorrosos requerimientos de envasado, elevados costes de cumplimiento de las mismas normas o, incluso, exceso de precaución era muy superior. Tenemos un problema, el mundo se escora hacia EEUU y Asia, con poco margen para una Europa esclerotizada en la que se repiten, sin acierto, las mismas políticas. Lo malo, con todo, es que habrá dinero como nunca pero que corre el riesgo, en consecuencia, de ser malgastado también como nunca.