cabecera_new

ZBE: Los malos humos de la planificación

26 de marzo de 2023
Zona Bajas Emisiones
Share on facebook
Facebook
Share on twitter
Twitter
Share on whatsapp
WhatsApp
Share on linkedin
LinkedIn

La ciudad del futuro ya está aquí con coches eléctricos que no contaminan ni hacen ruido mientras la gente puede pasear tranquilamente por calles peatonales y arboladas mientras respira aire puro. No es una película de ciencia ficción sino lo que prometen las Zonas de Bajas Emisiones (ZBE) que ya deberían prohibir el tráfico de los vehículos de combustión en las ciudades españolas. Al menos sobre el papel porque en la práctica sólo Madrid y Barcelona han llegado a tiempo a ponerlas en marcha. A la espera de que el resto de ciudades implementen este replanteamiento de la movilidad urbana, surgen dudas sobre su efectividad  e incluso que no terminen por producir los efectos contrarios a los deseados. 

En realidad estas zonas de tráfico restringido no son una novedad en nuestro país. Ya en 1999 la ciudad gallega de Pontevedra prohibió el tráfico rodado en su centro histórico y en Madrid, desde 2004, el ayuntamiento creó áreas de prioridad  residencial en los barrios más céntricos a las que solo tenían acceso los vehículos de los vecinos que vivían allí. La diferencia con las áreas que se están implementando ahora es que se discrimina el acceso de los vehículos según su nivel de emisiones pero, sobre todo, que obedece a una planificación centralizada y homogeneizadora en lugar de dejar en manos de cada municipio la organización de su movilidad. Si hasta ahora eran las corporaciones municipales las que decidían sobre este tipo de zonas representando y rindiendo cuentas ante su población, a partir de la aprobación de una ley estatal todos los municipios de más de 50.000 habitantes están obligados a implementarlas sin tener en cuenta otros factores como la orografía, densidad y distribución de la población o cualquier otra consideración.

La ley de cambio climático y transición energética aprobada en 2021 impone claramente que estos municipios y “los  territorios insulares” deben establecer zonas de bajas emisiones “antes de 2023” (art. 14.3). El incumplimiento de la aplicación de la norma por parte de las administraciones nos lleva a reflexionar sobre la incapacidad de gestionar manifestada por los poderes públicos pero también la asimetría que se produce cuando estos incumplen las leyes a diferencia del ensañamiento con el que castigan y multan a cualquier ciudadano que se sale de alguna de las normas que día a día los políticos agregan al corpus legislativo. Más allá de esta importante consideración sobre la calidad del Estado de Derecho en el que las leyes deben aplicarse a todos por igual, este incumplimiento es una muestra más de los fallos que produce la planificación y nos adelanta que los objetivos finales que sirven para justificar estas medidas -“alcanzar en el año 2050 un parque de turismos y vehículos comerciales ligeros sin emisiones directas de CO2”- tampoco llegarán a cumplirse. La historia nos ha enseñando que el dirigismo económico no es capaz de atender correctamente las necesidades de la gente y, por tanto, del mercado, de forma que por muy objetivo loable que pueda parecer un fin si este es ideal pero no realista teniendo en cuenta la tecnología actual, el ritmo de innovaciones y los equilibrios de mercado el resultado no será otro que fuertes distorsiones que ya se están empezando a manifestar como el aumento del encarecimiento de los vehículos particulares  que la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) ha calculado en un incremento del 40% del precio que se paga en marzo de 2023 por un coche de combustión nuevo frente a lo que se pagaba cinco años atrás. Un incremento que se sitúa muy por encima de la inflación general y que puede dispararse en el caso de los coches de segunda mano si llega a producirse la prohibición de la fabricación de vehículos con motores de combustión tal y como plantean las leyes españolas y la Unión Europea. Al fin y al cabo aquellos que no puedan permitirse un coche eléctrico, por precio, por tipo de uso o por no tener dónde cargarlo, tendrán que acudir a lo que puede convertirse en un mercado negro ya que la demanda será mayor que la oferta y el beneficio del bien en cuestión superará los costes de saltarse los controles públicos. Distorsiones incentivadas por la planificación cuyo resultado será un parque móvil más viejo y contaminante, todo lo contrario a lo que se pretendía conseguir. Un fracaso previsible si se tiene en cuenta que, por ejemplo, alrededor del 70% del parque móvil español “duerme” en la calle y, por tanto, no es factible recargar los vehículos por la noche como ocurre en otras sociedades en la que hay más gente viviendo en casas unifamiliares con garaje propio (el 54% de la media en la Unión Europea según Eurostat) frente al 65% de los españoles que viven mayoritariamente en pisos.

No es el único error del planificador que desde un despacho ha diseñado idealmente zonas de bajas emisiones. Que los vehículos no utilicen motores de combustión no implica necesariamente que la energía que utilizan tenga un origen “limpio” pues hay que tener en cuenta cómo ha sido generada y en el caso de España si nos atenemos a cifras que ha dejado 2022 la principal fuente de las centrales que generan electricidad ha sido la de ciclo-combinado pese a la inversión y fomento de la potencia instalada de las renovables en los últimos años tan solo ha conseguido generar el 42,2% de la electricidad mientras que el resto proviene de otras fuentes como la nuclear o el fuel-gas. Si nos fijamos en Canarias este inconveniente se acentúa ya que la producción renovable no ha alcanzado ni siquiera el 20% a pesar de contar teóricamente con “islas verdes” como El Hierro y su celebrada central hidroeléctrica Gorona del Viento. Así puede que se consiga alejar la contaminación de las ciudades pero no desaparece sino que se traslada a las centrales de generación. Y si el objeto es cuidar la atmósfera del planeta ésta no entiende de países ni fronteras municipales por lo que estas zonas no contribuyen tan decisivamente a los efectos del cambio climático que se pretenden combatir.

Otro aspecto a tener en cuenta es que la polución de los vehículos, que cada vez utilizan motores más eficientes y combustibles menos contaminantes, podría no ser tan decisiva para empeorar la calidad del aire. En Madrid, el pasado año por primera vez se cumplió la directiva europea en este sentido al registrarse un descenso del dióxido de nitrógeno (NO2) y no ha sido necesario activar el protocolo anticontaminación en el que se limita el uso del coche incluso más allá de la zona de bajas emisiones. Las razones podrían no tener tanto que ver con los coches de combustión sino con las calderas de carbón y gasóleo que calentaban las casas madrileñas en los duros inviernos de la meseta. Las calefacciones de las nuevas viviendas que usan otras tecnologías y el cambio de las calderas antiguas promovidas por el ayuntamiento de la capital han eliminado de la atmósfera 90 toneladas anuales de óxidos de nitrógeno y se espera que en 2027 ya no quede ninguna en funcionamiento. Una medida que podría ser más efectiva aunque menos llamativa que la prohibición de circulación para ciertos coches.

Esta tendencia regulatoria no se produce en España de forma excepcional sino que forma parte de un plan a mayor escala conocido como “Agenda Global”. En el propio preámbulo de la norma de 2021 se lee que “el marco internacional está definido. El Acuerdo de París de 2015, el desarrollo de sus reglas en Katowice y la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible marcan el inicio de una agenda global hacia el desarrollo sostenible, que conlleva la transformación del modelo económico y de un nuevo contrato social…” por lo que no se trata de una ensoñación de mentes “conspiranoicas”. De hecho la ambición planificadora va mucho más allá de las zonas de bajas emisiones  pues organismos internacionales que no son fiscalizados ni elegidos democráticamente por los ciudadanos son los que determinan las objetivos que más tarde los gobiernos van incorporando a su legislación de espaldas a la población y, en ocasiones, en frontal oposición a los deseos expresados en encuestas y en las urnas por los habitantes de su país.

Así, mientras se lleva a cabo un programa de ingeniería social que no tiene en cuenta las necesidades personales ni la variedad de situaciones en las que una persona o una familia pueden necesitar su coche, este plan avanza. Por el camino se produce una discriminación para aquellos que no tienen capacidad económica para renovar su vehículo ni podrán usarlo en la práctica porque viven en pisos o ni siquiera tienen garaje en el que cargarlos. Pero también supone un perjuicio para aquellas personas que compraron un coche de combustión e incluso diésel cuando desde instancias públicas se fomentó su venta como más beneficiosa para el bolsillo… y para el medio ambiente. ¿Hasta qué punto la libertad de movimientos se ve comprometida con este tipo de medidas? Al fin y al cabo el conductor de un vehículo de combustión compró este medio de transporte legalmente pagando los impuestos correspondientes y también cumple al día con otras obligaciones tributarias como el impuesto de circulación y debe superar una inspección técnica del automóvil para circular. En esta situación se encuentran casi 25 millones de vehículos de gasolina y gasóleo según el Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, frente a los tan solo 180 mil que usan otras tecnologías entre las que se encuentran los eléctricos. Según la previsión oficial se espera que en 2030 haya en España 5 millones de coches eléctricos o enchufables, un objetivo poco realista y que esconde otro propósito no declarado que es la desaparición de las calles de 20 millones de vehículos. Pero, en ese caso, ¿qué alternativas tendrán los ciudadanos para desplazarse? No parece sensato suponer que las redes de transporte público serán capaces de absorber semejante nivel de desplazamientos en un plazo tan breve de tiempo. Impedir la circulación de la inmensa mayoría no solo es una mala idea sino que terminará causando mayores problemas de los que pretende solucionar pues parte de premisas erróneas para alcanzar objetivos imposibles.