Por una serie de afortunadas circunstancias, el AIEM —ese arancel tan canario como el gofio— ha pasado de ser desconocido a controvertido. No es poca cosa, como tampoco lo es el ataque de pánico en el que han entrado algunos concernidos que vivían plácidamente sin competir, en posiciones de ventaja que no les daba la calidad de sus productos, solo el favor político. Buena parte de los males de Canarias, más allá de una clase política manifiestamente mejorable, responden a la existencia de una claqué dizque empresarial que descubrió hace años que es mucho mejor capturar a los reguladores que competir. El paradigma de esos industriales es de libro: bajo el pretexto de que existen fuertes incentivos para que empresas —de fuera, obviamente, y grandes, muy grandes— inunden nuestro fragmentado mercado con precios de dumping (es decir, produciendo por debajo del coste), se presiona para imponer aranceles que puedan encarecer artificialmente esos precios, de tal suerte que entonces sí, la industria local pueda ser competitiva. Nótese que se genera un incentivo perverso para nuestros afanados industriales: no tocar sus estructuras de costes, mientras que otros ven penalizadas sus actividades entre un 5 % y un 15 %. El gobierno, haciendo de gobierno, decide qué productos —el proceso merece un análisis detallado porque detrás de cada producto de la famosa lista hay un lobby o un empresario bien conectado—, pasa el cazo y la broma supera ya este año los 280 millones de euros, a los que no está dispuesto a renunciar, Manuel Domínguez dixit.
Ese mayor coste lo afronta el estragado consumidor, cada día más hostigado con impuestos de toda naturaleza. Se dice poco, sin embargo, que este encarecimiento artificial daña a los menos pudientes, en particular a aquellos que llegan con dificultad a fin de mes. Aquellos, así lo refleja la encuesta de consumo familiar, se inclinan ya por marcas blancas y ofertas, dado el encarecimiento de la cesta de la compra. Hay algo más canario que el AIEM —es sarcasmo— y es la tradición: no son pocas las familias que, un día, ante las prisas y las escasas alternativas, deciden guisar unas papas o freír unos huevos. Ambos soportan AIEM. Pero ocurre también que, cuando van al súper —a uno con variedad real y no a esa cadena valenciana que restringe marcas para promover la suya propia— y pueden elegir, se encuentran en el lineal diversos productos: pongamos que hablamos de embutidos y pensemos en enseñas de sobras conocidas pero que producen en la península. Al lado, una que se dice que tiene nuestro acento como pilar de atracción. Las de fuera suelen ser más baratas, pero el burócrata decidió que se las sometía al AIEM, con lo que resulta perjudicado quien decida elegirlas. El local, que —insistamos— no ha tocado sus márgenes ni revisado sus costes, ve cómo su precio se convierte en más atractivo. En ese sistema de incentivos se mueven unos y otros, empachados de presumir de protección a la industria, el otro gran argumento que se utiliza en su defensa. No es por dinero, nos decían; es por apoyar a un sector estratégico como el industrial, nos siguen machacando hoy. En lo que llevamos de siglo, el peso de la industria ha pasado del 5,1 % del PIB a un escuálido 2,8 %. Ni siquiera eso les sonroja; deberíamos meditar cómo es posible que unos gobernantes tan diligentes en la protección de la industria estuvieran empeñados en darle patadas en las canillas a la única industria que sí era de verdad estratégica: la refinería.
Posiblemente su propia naturaleza la empujaba a una seria reconversión, pero el negocio petrolífero no se acaba en el refino: también hay profundo I+D+I en materias de nuevos combustibles, en especial los relacionados con el SAF y similares, buscando que el impacto de los vuelos que nos traen turistas sea más asumible en términos medioambientales. Nadie lo tuvo en cuenta porque, otra característica de nuestra impagable —sobre todo impagable— clase política es que prefiere terrenos sobre los que actuar que desarrollos que nos ayuden a salir de la lamentable situación en la que nos encontramos.
Ahora bien, la refinería cerró, aquí no hay quien produzca petróleo, pero -pásmese si no lo está ya— el AIEM al combustible lo seguimos pagando. Y así con todo: un impuesto genuino convertido en símbolo, no de nuestra identidad, sino de un modelo que prefiere blindar privilegios y rentas protegidas antes que abrir la puerta a la competencia y a la eficiencia que Canarias necesita.