Bernardo Sagastume
Como en tantos otros asuntos, en España se debate sobre educación superior con vicios conocidos, como las visiones dicotómicas, ideologizadas, y, no pocas veces, cargadas de mera conveniencia personal. Se nos presenta la universidad pública como un pilar incuestionable de la igualdad y el progreso, y, por contra, a la privada como una fuerza mercenaria que socava el sistema. Sin embargo, esta narrativa tan extendida no tiene en cuenta que la universidad privada, apoyada en principios básicos de libertad y responsabilidad individual, no solo puede ser un complemento necesario, sino también protagonizar el futuro más prometedor de la educación superior.
Pero en los últimos tiempos, acompasado con el ataque furibundo desde la Moncloa, hemos asistido al vergonzoso espectáculo de unos rectores que defienden sus privilegios políticos y presupuestarios sin complejo alguno, con inmoralidad y cobardía. El principal responsable de la Universidad de La Laguna (ULL), Francisco García, ha afirmado que “el mercado no resulta adecuado, por sí solo, para ofertar determinados bienes y servicios, los cuales deben ser provistos o regulados por el estado”. Más allá de que sería deseable que su errónea visión personal acerca del mercado no sea la que se enseñe en las aulas laguneras, el señor García omite que las universidades privadas deben justificar su existencia y su precio ante sus alumnos (o clientes, por qué no) cada día. Esto genera un poderoso incentivo para la excelencia, la innovación y la adaptación. Deben ser eficientes, ofrecer programas de alta calidad, emplear a los mejores docentes y mantenerse al día con las demandas del mercado laboral para sobrevivir. Por contra, la imagen que con frecuencia nos ofrecen rectores como el de la ULL es la de unos penosos seres mendicantes del poder político, con un hambre de dinero de los impuestos jamás saciada y no solo olvidándose de la suerte de sus estudiantes una vez egresados, sino maldiciendo al mercado que les dará trabajo si los consideran aptos.
Faltos de toda deportividad y ansia de superación, en la otra provincia tampoco abundan los buenos ejemplos dirigenciales. Lluís Serra, rector de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria no ve contradicción alguna en decir que la competencia es sana y, al mismo tiempo, reclamar abiertamente que se cierre de una vez el mercado educativo. “En un territorio tan pequeño ya hay siete universidades. ¿Vamos a seguir autorizando?… Hay que poner raciocinio. Son demasiadas”, ha dicho. Parece ignorar que la dinámica real del sector es otra y que las universidades privadas no compiten por el mismo presupuesto público, sino que operan con una fuente de financiación distinta.
No sabemos si la cuestión moral preocupa en igual medida que la pecuniaria a los magníficos rectores, pero uno de los mejores argumentos en favor de la existencia y expansión de la universidad privada es precisamente moral, el del consentimiento voluntario. Los estudiantes y sus familias deciden, tras una deliberación consciente y valorando sus propios recursos, pagar por un servicio educativo que consideran valioso. Nadie los obliga, y su decisión de no hacerlo no afecta a los demás. Es todo lo contrario a lo que sucede con las universidades públicas, que se financian a través de un sistema de impuestos que no distingue entre el contribuyente que utiliza el servicio y el que no. Esto crea una transferencia coercitiva de recursos, gracias a la que se obliga a todos a financiar una institución, independientemente de si la aprueban, la usan o la valoran (algo que, además, puede ser fuertemente regresivo en términos sociales).
Esta distinción no es menor, sino que constituye la base de la responsabilidad individual. El sistema privado promueve la autonomía personal, y los estudiantes se convierten en agentes de su propio destino, tomando decisiones financieras reflexivas que los comprometen más profundamente con el valor y el resultado de su educación. El sistema público, al reducir el coste directo a cero o casi cero, puede disociar el valor percibido del coste real, fomentando una mentalidad de derecho en lugar de una de inversión personal. Y ahí debería estar puesto el foco, porque no se trata de cuántas universidades hay, sino de cuánta libertad estamos dispuestos a tolerar.