Mientras son muchos los que hacen contorsionismo intelectual para defender lo indefendible, vale la pena volver a los conceptos básicos: el comercio voluntario entre partes siempre, invariablemente, genera beneficio mutuo.
Por Bernardo Sagastume.
Donald Trump dijo una vez que “la palabra más bonita del diccionario” era arancel. No sabemos qué diccionario consulta a menudo, si lo hace, el presidente de Estados Unidos. Pero si hay algo que la historia económica nos ha enseñado con claridad meridiana es que los aranceles —llamémoslos por su nombre real: impuestos que pagan los consumidores nacionales— son el equivalente económico a dispararse en el pie mientras uno se proclama campeón olímpico de tiro.
Son muchos los que hacen contorsionismo intelectual para defender lo indefendible, pero vale la pena volver a los conceptos básicos: el comercio voluntario entre partes siempre, invariablemente, genera beneficio mutuo. Si no fuera así, sencillamente no ocurriría. Cuando dos personas intercambian bienes o servicios libremente, ambas mejoran su situación; de lo contrario, alguna de ellas se negaría a participar. Esta lógica tan básica parece escapársele no solo a Trump, sino también a quienes, desde posiciones teóricamente defensoras del libre mercado, se convierten en apologistas de medidas intervencionistas cuando vienen envueltas en la cháchara trumpista.
Ya desde su primera administración, Trump enarbola los impuestos a la importación como un arma contra lo que considera prácticas comerciales desleales, particularmente de China. En 2018, su gobierno impuso tarifas a cientos de productos chinos con la supuesta intención de reducir el déficit comercial y proteger empleos en sectores como el acero y la manufactura. Ahora, ante un panorama económico marcado por una inflación persistente, Trump ha sacudido los mercados mundiales con el anuncio de una nueva ronda de gravámenes más amplios y agresivos.
Para sus acólitos, estas medidas representan la piedra angular de un renacimiento industrial estadounidense. Según esta peculiar visión, encarecer las importaciones crearía espacio para que las empresas nacionales florezcan, reduciría la dependencia externa y, de paso, incrementaría los ingresos fiscales. Algunos incluso defienden estos impuestos como una herramienta geopolítica indispensable para contrarrestar la influencia de potencias rivales.
Este argumento narrativo puede sonar atractivo en algunos círculos donde los complejos mecanismos de los mercados se diluyen entre teorías conspirativas y narrativas en las que Trump aparece siempre como el mago que puede sacar siempre un nuevo y fascinante truco de la chistera. Pero en el mundo real, donde las cadenas de suministro globales son intrincadas y el comercio responde a incentivos, no a deseos patrióticos, estas medidas pueden dar paso a consecuencias profundamente destructivas.
“No, ya verás que esto es solo una estrategia, porque él es un negociador agresivo y está acostumbrado a apostar fuerte”, argumentan, reconociendo implícitamente su fascinación por el hombre, más que por sus actos. Y entonces aparece una teoría particularmente creativa: la estrategia de “fabricar incertidumbre”. Según esta perspectiva, Trump estaría generando deliberadamente aversión al riesgo en los mercados globales para incentivar la compra de bonos del Tesoro estadounidense, reduciendo así las tasas de interés a largo plazo y aliviando la carga de la deuda pública.
Este enfoque disruptivo buscaría rediseñar el orden económico global a favor de Estados Unidos mediante el caos controlado. Una idea brillante, sin duda, si olvidamos que las empresas estadounidenses dependen del comercio internacional para prosperar y que los consumidores norteamericanos no viven en una economía cerrada. Es como proponer incendiar tu casa para ahorrarte la factura de la calefacción: técnicamente funcionaría, pero ¿a qué precio?
Es cierto que los partidarios de Trump reconocen que existen costes iniciales en esta estrategia, que los consumidores enfrentarán precios más altos y que sectores enteros de la economía sufrirán pérdidas significativas. Pero, nos aseguran, estos sacrificios serán compensados por beneficios a largo plazo: un crecimiento económico más robusto, empleos mejor remunerados y mayor autonomía estratégica. Sería una cirugía sin anestesia, pero que salvará la vida del cuerpo enfermo.
Si dejamos de lado la retórica nacionalista, los aranceles no son más que impuestos camuflados que pagan directamente los ciudadanos estadounidenses. Un estudio del National Bureau of Economic Research concluyó que el 100 % del coste de los aranceles impuestos durante la primera administración Trump fue absorbido por compradores y empresas estadounidenses, no por los exportadores extranjeros. En términos prácticos, esto significó un aumento en el costo de vida para las familias norteamericanas de aproximadamente 1.200 dólares anuales. La experiencia histórica demuestra consistentemente que estas políticas suelen ser no solo ineficaces sino contraproducentes. Todos los países iberoamericanos han caído en estos enfoques a lo largo de su historia, defendiendo eslóganes como el “compre nacional” o fomentando la idea de “vivir con lo nuestro”, como predicaba el keynesiano Aldo Ferrer. O las prácticas, aunque revestidas de ropajes ecologistas, de “kilómetro cero” tan en boga hoy en día.
Otro ejemplo es la Ley Smoot-Hawley de 1930, que impuso aranceles a más de 20.000 productos importados con el objetivo de proteger la industria estadounidense durante la Gran Depresión. El resultado fue catastrófico: los socios comerciales respondieron con represalias, el comercio mundial se desplomó un 66 % en cinco años, y la crisis económica se profundizó dramáticamente. Es que cuando se toman estas medidas que tocan las fibras sensibles patróticas los actores intervinientes tienden a tomar decisiones que incrementan los castigos entre unos y otros, llevando, entre todos, a una situación peor que la inicial.
Si los liberales aparecen tradicionalmente como defensores de la reducción de impuestos, no tiene lógica alguna que celebren con entusiasmo estos atentados fiscales disfrazados de patriotismo. Si un impuesto sobre la renta o sobre las ventas es una carga para los ciudadanos y para toda la economía, ¿por qué un impuesto sobre las importaciones sería diferente? Ambos extraen dinero de los bolsillos de los ciudadanos para financiar las arcas públicas en vez de dedicarse a fines más productivos.
Protección y privilegios
Hay un aspecto del proteccionismo que sus defensores prefieren ignorar: su carácter profundamente arbitrario. Los impuestos a la importación benefician a ciertos sectores específicos mientras perjudican a muchos otros. Durante la primera oleada arancelaria de Trump, industrias como el acero y el aluminio recibieron protección, pero a costa de dañar sectores que utilizan estos materiales como insumos. En Canarias, los productores de los bienes cuya importación está prohibida (como la piña y el aguacate) resultan beneficiados, mientras el total de los consumidores isleños debe pagar en forma de escasez o de altos precios los privilegios de aquellos.
Teniendo en cuenta que Trump dio a conocer su decreto acompañado por Brian Pannebecker, ese hombre con bigote herradura, trabajador de la alicaída industria del automóvil, es evidente que el mensaje que desea lanzar es que se recuperarán muchos puestos de trabajo. Sin embargo, la Tax Foundation estimó en un informe que los anteriores aranceles de Trump costaron aproximadamente 300.000 empleos estadounidenses, muchos más de los que pudieron haberse salvado en las industrias protegidas. La fabricación de automóviles, la construcción, la maquinaria y la tecnología enfrentaron mayores costos operativos, reduciendo su competitividad global y forzando recortes laborales, según el estudio. Los consumidores finales, mientras tanto, pagaron precios más altos por bienes esenciales.
Quizás el ejemplo más elocuente del fracaso de esta política fue el impacto en el sector agrícola. Los agricultores estadounidenses, tradicionalmente bastión del voto republicano, perdieron 27.000 millones de dólares en exportaciones debido a las represalias chinas entre 2018 y 2019. La administración Trump intentó compensar estas pérdidas con subsidios agrícolas por 23.000 millones de dólares, creando así una nueva forma de dependencia gubernamental en un sector que antes se enorgullecía de su autosuficiencia. Esta intervención no solo incrementó el déficit fiscal sino que transformó a agricultores independientes en beneficiarios de ayudas estatales, una paradoja que esconden los defensores del “America First”.
Uno de los argumentos centrales de la retórica trumpista es la presentación del déficit comercial como una catástrofe nacional que debe corregirse a toda costa. Sin embargo, esta obsesión refleja una incomprensión del funcionamiento de la economía global moderna. Los déficits comerciales no son inherentemente negativos; son simplemente el reflejo de diferentes patrones de consumo, ahorro e inversión entre países. Estados Unidos mantiene un déficit comercial crónico precisamente porque su economía es extremadamente atractiva para la inversión internacional. Mientras los norteamericanos compran productos físicos del exterior, el resto del mundo invierte masivamente en activos estadounidenses, desde startups tecnológicas hasta bonos del Tesoro. Este flujo bidireccional refleja la fortaleza de la economía estadounidense, no su debilidad. Pero desde Colbert hasta aquí hay quienes ven en las exportaciones una victoria y en las importaciones una derrota.
Además, el énfasis en el balance comercial bilateral con China es particularmente engañoso. En un mundo con cadenas de suministro globales, el origen final de un producto no refleja adecuadamente su cadena de valor. Un iPhone ensamblado en China contiene componentes de docenas de países y gran parte de su valor (diseño, software, propiedad intelectual) se genera en Estados Unidos.
Las guerras comerciales son el ejemplo perfecto del dilema del prisionero en teoría de juegos: todos los participantes acaban peor de lo que estarían cooperando. Cuando Trump impuso sus primeros aranceles a China, la respuesta fue inmediata: represalias contra productos estadounidenses. Esto desencadenó un ciclo vicioso de medidas y contramedidas que dejó a ambas economías dañadas. Después de dos años de esa guerra, el déficit comercial estadounidense con China se redujo marginalmente, pero el déficit global de EE.UU. aumentó, ya que las importaciones simplemente se desviaron hacia otros países. Mientras tanto, los precios aumentaron para los consumidores estadounidenses, las empresas sufrieron interrupciones en sus cadenas de suministro, y sectores enteros de la economía quedaron expuestos a incertidumbre regulatoria. En un juego de suma negativa, la única estrategia racional es no jugar. Sin embargo, la política económica nacionalista parece estar atrapada en una espiral de represalias que beneficia únicamente a políticos en busca de chivos expiatorios para problemas económicos complejos.
En aquel primer experimento proteccionista de Trump se puede atribuir una reducción del PIB estadounidense en un 0,3 % por culpa de la guerra comercial con China, según un estudio de Moody’s Analytics, que coincide con la Tax Foundation en el dato de que eliminó aproximadamente 300.000 empleos hasta 2019. Otro análisis, realizado por economistas de la Reserva Federal, la Universidad de Princeton y Columbia, estimó que los consumidores y empresas estadounidenses perdieron aproximadamente 1,4 mil millones de dólares mensuales en bienestar económico debido a los aranceles.
Incluso el objetivo declarado de reducir el déficit comercial resultó ser un fracaso. El déficit comercial global de Estados Unidos creció durante la administración Trump, alcanzando su nivel más alto en doce años en 2020. Con China específicamente, el déficit se redujo ligeramente, pero esto se debió principalmente al desvío del comercio hacia otros países como Vietnam, Malasia y México, no a un resurgimiento de la producción nacional. Incluso aquellas industrias supuestamente protegidas no experimentaron la mejora prometida. Un análisis del mercado laboral mostró que el empleo en la manufactura de metales básicos —supuestamente, el principal beneficiario de los aranceles al acero y aluminio— apenas creció un 1,2% entre 2018 y 2019, por debajo del crecimiento general del empleo en ese período.
La receta de la apertura
Si el objetivo sincero es fortalecer la economía estadounidense y mejorar la vida de sus ciudadanos, la historia y la teoría económica ofrecen una receta mucho más efectiva que el proteccionismo. Primero, reducir genuinamente los impuestos y regulaciones innecesarias que obstaculizan el crecimiento empresarial. La reforma tributaria de 2017 fue un paso en la dirección correcta al reducir la tasa corporativa del 35 % al 21 %, haciendo a las empresas estadounidenses más competitivas globalmente. Sin embargo, añadir impuestos a la importación contrarresta estos beneficios.
Resulta particularmente desalentador observar cómo muchos supuestos defensores del libre mercado han renunciado a Reagan para abrazar a Trump. Ronald Reagan defendió cada vez que pudo el libre comercio y en 1988 dijo que existía el peligro de caer atrapados en las redes del proteccionismo, pero que su política comercial debía basarse “no en la intervención gubernamental en el mercado libre, sino en abrir mercados extranjeros”. Es que los impuestos a la importación son una solución simplista y contraproducente para problemas económicos complejos. Lejos de “hacer América grande otra vez”, estas medidas reducen el poder adquisitivo de los ciudadanos, distorsionan la asignación eficiente de recursos y desatan ciclos de represalias comerciales que dañan a todos los participantes.
Aunque ahora muchos se empeñen en hacernos creer lo contrario, el comercio internacional no es un juego de suma cero donde alguien debe perder para que otro gane. Por el contrario, es uno de los motores más poderosos de prosperidad compartida que la humanidad ha desarrollado. A lo largo de la historia, las naciones más abiertas al comercio han sido consistentemente más prósperas, innovadoras y sólidas que aquellas que se aíslan tras barreras proteccionistas. Estados Unidos se convirtió en la potencia económica global precisamente por su capacidad para integrar y liderar la economía mundial, no por aislarse de ella. Aliado con su poder blando —todos consumimos productos culturales americanos—, detrás venían los jeans, las gorras de béisbol y los Big Mac.
El proteccionismo no es patriotismo económico, sino la confesión de que no se confía en la capacidad de los ciudadanos y empresas para competir y triunfar en un mercado abierto. Si realmente el deseo es el de fortalecer la economía estadounidense, se deberían rechazar los impuestos disfrazados de patriotismo y abrazar las políticas que genuinamente liberan el potencial productivo: menos intervención gubernamental, no más; menos barreras al intercambio voluntario, no nuevas; menos distorsiones políticas del mercado, no adicionales. La elección no es entre globalización y aislamiento, sino entre liderar la economía global del futuro o retirarse a un pasado idealizado que nunca existió. La prosperidad de Estados Unidos y de todos depende de que se elija sabiamente.
En cifras
- Los aranceles de la primera Administración Trump supusieron un castigo de 1.200 dólares al año a cada familia en forma de aumento de coste de la vida.
- El precedente más dramático fue la Ley Smoot-Hawley de 1930, que entre aranceles americanos y represalias en el exterior hundió el comercio mundial un 66% en cinco años
- El déficit comercial global de Estados Unidos creció durante la administración Trump, alcanzando su nivel más alto en doce años en 2020.