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La PAC muestra que los reguladores son más nocivos que la competencia

31 de marzo de 2024
Protestas agricultores
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En los últimos meses las protestas de agricultores y ganaderos se han sucedido por toda España. Cientos de tractores han marchado por las principales capitales, ante el asombro de sus habitantes, replicando movilizaciones que se venían produciendo en toda la Unión Europea para impedir la aprobación de nuevas regulaciones comunitarias que amenazan la viabilidad de muchas explotaciones agrícolas y ganaderas. Pero estas demandas a veces son contradictorias entre exigencias de desregulación del sector primario y mayor proteccionismo e, incluso, intervención, en los precios de venta. 

 

La situación del campo español que ha llevado a estas movilizaciones no puede entenderse sin explicar antes que el sector primario cuenta con una de las rentabilidades más bajas de toda la economía y también con los salarios más bajos. Es decir, buena parte de la competitividad del campo español es posible porque ni los dueños de las explotaciones ni sus trabajadores ganan mucho dinero. Esta precariedad tanto en beneficios empresariales como en salarios se traduce en la debilidad del sector primario frente a crisis como las producidas por el aumento de los combustibles en la que cualquier incremento de costes puede convertir en inviables buena parte de estas explotaciones. Estos márgenes tan ajustados han hecho saltar las alarmas ante el avance de los planes de Bruselas para introducir nuevas regulaciones que van desde lo medioambiental hasta la seguridad alimentaria pasando, incluso, por la digitalización de las explotaciones agrícolas y ganaderas. Estos costes regulatorios no solo pueden comerse los exiguos beneficios del sector primario sino que además les restan competitividad frente a las importaciones extracomunitarias que no tienen que cumplir algunos de estos requisitos. Así, el afán regulatorio de los políticos de la Unión Europea que hasta ahora se centraba en industria y sector terciario ha llegado también al barro de sus campos, enojando a los agricultores de pequeñas y grandes explotaciones que se dejan la piel para que sus productos puedan llenar las despensas de los europeos. 

 

Con los bueyes de la regulación no se puede arar

 

Para algunos la forma en la que la Unión Europea está planificando su economía no es muy diferente a como la haría una economía dirigida socialista. Si aquellas contaban con planes quinquenales en los que se establecían objetivos de producción y directrices para llevarlos a cabo Bruselas ha diseñado unas políticas conocidas como Agenda 2030 con este horizonte temporal para lograr algunos de sus grandes objetivos comunes en todos los estados miembros. Aquí es donde se encuadra, por ejemplo, el Pacto Verde, en el que se establecían metas como la de terminar con reducir a la mitad el uso de plaguicidas para 2030 y todo tipo de restricciones a su uso hasta desterrarlos completamente en 2050. Combatir esta iniciativa fue una de las banderas de los agricultores pues, en muchos casos y para muchos tipos de cultivos, no existen en la actualidad alternativas viables a los fitosanitarios de origen químico para proteger los campos de plagas destructivas que no solo terminan con las opciones económicas de los agricultores sino que podrían poner en peligro la distribución alimentaria. Una forma de actuar por parte del regulador europeo que no es muy diferente a cómo lo está haciendo en otros ámbitos, especialmente medioambientales, en los que antepone buenas intenciones al análisis de la realidad y de sus alternativas reales como en el caso de la movilidad eléctrica o la producción energética. 

 

Aunque las “tractoradas” han conseguido torcer el brazo de los euroburócratas tras las importantes movilizaciones que llegaron hasta la puerta de las instituciones europeas y la presidenta de la Comisión, Úrsula von der Leyen, no tardó en anunciar la retirada de la ley europea sobre plaguicidas, muchas otras regulaciones siguen adelante o ya se encuentran vigentes. A finales de febrero se aprobó la Ley de Restauración de la Naturaleza muy criticada también por el sector primario ya que supondrá una pérdida de territorio cultivable. Solo en España, la Asociación Agraria de Jóvenes Agricultores (Asaja) calcula que los agricultores y pescadores perderán hasta 80.000 kilómetros cuadrados de zonas de labor lo que podría mermar la producción y aumentar el precio de los productos. Otras regulaciones tienen que ver con la protección de los animales que no podrían ser transportados a ciertas temperaturas, pero el regulador europeo olvida que las temperaturas admisibles en Murcia no son iguales a las de Oslo y que, por lo tanto, establecer límites iguales para todos los países miembros podría suponer en la práctica imposibilitar la actividad ganadera que se viene realizando en España con total seguridad en todas sus regiones. Añadir restricciones a lo que se conoce como macrogranjas e introducir exigencias de “bienestar animal” puede ser algo positivo para los propios animales pero no puede esconderse que tendrá consecuencias en reducción de la oferta y aumento de los precios. Uno de los casos más sonados tuvo que ver con la obcecación de la Unión Europea por proteger a los lobos salvajes pese a las críticas y quejas de los ganaderos que veían cómo no podían defender a sus rebaños de los crecientes ataques… hasta que uno de estos lobos salvajes terminó con la vida de un pony propiedad de la misma Von der Leyen. No son medidas neutrales para el equilibrio económico pues generan distorsiones que tampoco pueden solucionarse con subvenciones o nuevas regulaciones. La creciente burocratización también supone aumentar costes como la digitalización de la Política Agraria Común (PAC) que ya se incluye en los planes europeos y puede no suponer una mejora del producto, simplemente un coste político adicional a los que el sector primario tendrá que cargar a sus espaldas. Casos en los que queda de manifiesto la fatal arrogancia del político al aspirar a organizar la actividad económica que no conoce, en este caso de explotaciones ganaderas y agrícolas, desde un despacho distante del centro de Europa. Su afán de control ha llegado hasta tal punto que ya no es fácil diferenciar entre las regulaciones que se encaminan a proteger a los consumidores, de las que se encaminan a satisfacer a grupos de presión con mucha influencia o a crear nuevas estructuras burocráticas.

Todos estos aumentos de costes, en muchos casos inflados de forma artificial por un precio político, no pueden solucionarse con más intervención política a través de la imposición de precios mínimos. Esta aspiración es tan equivocada como la de tratar de frenar la inflación con precios fijos en lugar de tratar de solucionar el origen del problema. La única vía de conseguir que las producciones agrícolas sean más productivas es dejar de aumentar de forma artificiosa sus costes con regulaciones y exigencias que en ocasiones son extravagantes y ajenas a la gente del campo.

 

Asimetría regulatoria y falta de controles fronterizos

 

Hasta ahora la Política Agraria Común (PAC) se había vendido como uno de los grandes éxitos de la Unión Europea. Un gran mercado único en del que todos parecían beneficiarse a cambio de la protección a las importaciones que venían del exterior. Como en tantas ocasiones la intervención política en la economía genera efectos perversos que son visibles a largo plazo por lo que son difíciles de corregir cuando empiezan a aplicarse y sólo se les presta atención cuando los daños causados son importantes y más difíciles de revertir. Esto es precisamente lo que está ocurriendo con la PAC, un complejo sistema a través del cual los políticos de Bruselas determinan qué tipos de explotaciones ganaderas y agrícolas pueden llevarse a cabo dentro de la Unión Europea con cupos para sus países. Teóricamente, se garantiza un mercado común interior a cambio de un fuerte proteccionismo de cara al exterior. Sin embargo lo que ahora afloran son, precisamente, las flaquezas de la PAC ya que el proteccionismo europeo ha mantenido en una burbuja a los agricultores y ganaderos comunitarios que a la menor apertura han desviado parte de su descontento hacia sus competidores exteriores en lugar de fijarse en los promotores de quienes imponen límites a sus competitividad: sus propios políticos. De ahí que los argumentos de las protestas del campo a veces se mueven entre una defensa cerrada de una mayor liberalización del sector pero también dejan entrever una vuelta al proteccionismo más rancio.

 

Y es que buena parte de la competencia desleal que se achaca a los competidores exteriores es en realidad un debilidad interna impuesta por los burócratas que nos gobiernan. Si hay países extracomunitarios que pueden vender sus productos agrícolas a un menor coste que los europeos en la propia Unión Europea es porque no tienen que hacer frente a la digitalización de sus plantaciones, no tienen restricciones de agua para regar e incluso sus costes laborales son menores, la culpa no es de esos países sino de la Unión Europea que ha creado una red de exigencias demasiado onerosa a nuestros agricultores y ganaderos. Aquí hay que diferenciar este tipo de costes que son diferentes en cada país y habituales en cualquier relación comercial a las exigencias fitosanitarias, que en teoría deben ser iguales tanto para los productos nacionales como para los importados. Al fin y al cabo si se considera que un plaguicida puede ser perjudicial para el consumo humano lo será independientemente de que haya sido usado dentro de nuestra frontera o fuera de ella. De hecho aunque en el debate que se ha generado en ocasiones se afirma que la Unión Europea no exige estos niveles de control sanitario a los productos importados lo cierto es que no es verdad. Los tratamientos prohibidos para los productos que comemos que se comercializan dentro de la Unión Europea son los mismos provengan de su interior o del exterior. Otra cosa es que los controles fronterizos sean ineficaces o insuficientes, e incluso que haya determinadas prácticas que solo pueden ser controladas en origen. Un buen ejemplo puede ser el caso de las fresas de Marruecos contaminadas por agua de regadío con presencia del virus de la Hepatitis A que han llegado a territorio europeo tal vez por contener ese agua restos de materia fecal. Más allá del control y detección tal y como ha sucedido, si los países de origen no son fiables en controlar estas u otras situaciones pueden poner en entredicho la relación de reciprocidad que se supone entre dos países que comercian. Para hacerlo también deben existir unos mínimos estándares que permitan una relación simétrica porque de lo contrario no solo habrá países terceros que podrán participar del mercado europeo con ventajas de costes sino que pondrán en riesgo la seguridad alimentaria. El problema es que es fácil que esta delgada línea sea rápidamente rebasada por una defensa a ultranza del proteccionismo, como si lo propio fuera mejor per se que lo ajeno, olvidando que la base del libre comercio debe ser la capacidad de elección del producto o servicio que más convenga a cada consumidor. Los habrá que valorarán la procedencia, pero también quienes priorizarán el precio, la calidad o cualquier otro atributo. Lo contrario es aspirar a tener un mercado de consumidores cautivo, para proteger a los empresarios de la competencia impidiendo que puedan ofrecerse productos mejores o, simplemente, diferentes.  No es extraño que este nuevo proteccionismo europeo haya venido desde el este de Europa, tras la decisión de la Unión Europea a levantar las restricciones a las importaciones procedentes de Ucrania tras la invasión rusa de 2022 y el bloqueo de las rutas comerciales del Mar Negro. El resultado fue que los productos agrícolas ucranianos no tardaron en inundar el mercado común, poniendo en riesgo las plantaciones del este por lo que, una vez más, descubrimos que las decisiones políticas producen consecuencias. 

 

El riesgo de caer en la trampa proteccionista es elevado pero esta crisis también ha permitido descubrir la farsa de la Política Agraria Común si no se pierde de vista que el origen de los males regulatorios tienen su origen en nuestros reguladores en lugar de culpar a los competidores. Los agricultores no se han vuelto liberales pero han sufrido en primera persona las consecuencias negativas del exceso de regulación y la planificación económica, una carga demasiado pesada incluso para la fuerza de un tractor. Como en el resto de sectores económicos, la pérdida de competitividad es un lastre que, en este caso, pone en riesgo algo tan elemental como nuestra alimentación. Por algo es el sector primario.