La pérdida de libertad en las democracias modernas no llegará con tanques ni con discursos incendiarios, sino con algo mucho más sutil: formularios, licencias, circulares y reglamentos. Cada nueva norma se presenta como un avance social, pero en conjunto operan como una red que atrapa e impide la autonomía individual.
Como advierte el Índice de Libertad Económica 2025, España ha retrocedido en pilares esenciales como la salud fiscal, la eficiencia regulatoria o la seguridad jurídica. Y la pérdida de libertades no solo se percibe en términos abstractos, sino también en el bolsillo: la creación de riqueza se resiente cuando el aparato del Estado acapara cada vez más producción nacional a través de impuestos crecientes y una estructura administrativa cada vez más extensa e ineficiente. El debilitamiento institucional acaba trasladándose a la economía real, donde se traduce en menos oportunidades, menos productividad y, en última instancia, menos prosperidad.
España sigue siendo un país de talento y esfuerzo, pero cada vez más ciudadanos descubren que emprender, invertir o simplemente prosperar exige más paciencia con la burocracia que con el mercado. Así se erosiona una economía: no cuando se prohíbe producir, sino cuando se desincentiva intentarlo. La libertad no desaparece de golpe; se agota lentamente, entre trámites y tasas.
Este fenómeno no responde a percepciones ideológicas, sino que ha quedado acreditado con datos oficiales recogidos por la Fundación Heritage y adaptado a nuestro país por el Instituto de Estudios Económicos (IEE). Según el informe sobre libertad económica de este año, España ocupa el puesto 53 a nivel mundial y el 31 de los 38 que integran la OCDE. Con 66,3 puntos sobre 100, queda catalogada como una economía únicamente “moderadamente libre”, lejos de su potencial y por debajo de prácticamente todos sus socios más prósperos. A igualdad de productividad, cabría esperar niveles superiores de libertad económica; sin embargo, España se sitúa un 7% por debajo del promedio de los países desarrollados.
Esta diferencia no es meramente estadística. Supone que cualquier contribuyente, empresa o inversor se enfrenta en España a más trabas, mayor presión fiscal, más incertidumbre regulatoria y mayores riesgos institucionales que en economías comparables. Que la competitividad depende menos del mérito y más de la capacidad para navegar un entorno administrativo fragmentado y cambiante. Y esto no solo frena los negocios; erosiona la confianza social en el futuro.
El auge del intervencionismo silencioso
Durante los últimos años, España ha vivido un proceso de recentralización funcional, no tanto en términos territoriales como institucionales: el poder económico ha transitado desde el mercado hacia los organismos públicos. Las administraciones, en todas sus escalas, han ido acumulando competencias, facultades de veto e instrumentos de inspección que les otorgan un protagonismo creciente en la asignación de recursos y en la supervisión de la actividad productiva. El resultado es una economía con sectores formalmente privados, pero condicionados o directamente dirigidos desde los despachos ministeriales.
El IEE lo advierte con claridad al señalar que “en los últimos cinco años, la política económica en España ha estado marcada por un incremento sostenido del peso del Estado sobre el conjunto de la economía”, lo que ha contribuido a “una mayor intervención del Estado en la actividad económica, limitando el margen de maniobra del sector privado y dificultando la recuperación y el crecimiento económico”.
Este avance del intervencionismo ha pasado desapercibido para buena parte de la opinión pública porque ha sido presentado como mecanismo de protección frente a abusos o desigualdades, especialmente tras circunstancias excepcionales como la pandemia. Cada nueva norma, impuesto o autoridad supervisora se ha justificado como una medida de defensa del ciudadano “por su propio bien”. Pero la acumulación de todas ellas ha generado el efecto inverso: más controles, permisos y sanciones, menos espacio para innovar o emprender sin temor a incurrir en errores procedimentales.
España es un país prolífico en legislación. Se producen leyes, decretos e instrucciones administrativas a gran velocidad, pero rara vez se eliminan normas obsoletas. Cada problema detectado se afronta con una nueva capa de regulación. Cada queja social, con una restricción adicional. Cada fallo institucional, con la creación de un organismo más. Lo que podría ser un mercado dinámico y previsible se convierte en un tablero de reglas cambiantes donde cualquier iniciativa requiere asesoramiento jurídico antes incluso de desarrollarse. Como señala el informe, “la regulación excesiva representa un obstáculo significativo para el desarrollo empresarial”, afectando tanto al nacimiento de nuevas compañías como al funcionamiento diario de las ya existentes. Y así, la energía emprendedora que debería destinarse a crear valor acaba desviándose a cumplir formalidades.
La losa de la burocracia
El discurso oficial insiste en que todas estas normas garantizan el bienestar social. Sin embargo, cuando su volumen y complejidad superan cierto umbral, se transforman en barreras de entrada que se suman a la presión fiscal y al aumento del gasto. No es solo que existan muchas reglas; es que su aplicación es incierta. No funcionan como principios claros, sino como laberintos interpretables.
España dispone de 17 marcos regulatorios autonómicos, a los que se suman leyes estatales y disposiciones locales e insulares. La descentralización, en lugar de facilitar la adaptación a realidades específicas, ha derivado en dispersión normativa y arbitrariedad. Abrir un negocio o solicitar una licencia puede implicar procesos completamente distintos según el municipio. Las grandes empresas, con departamentos jurídicos especializados, pueden asumir estos costes —aunque luego terminen trasladándolos al consumidor—. Las pequeñas, simplemente no. El resultado es una concentración empresarial disfrazada de proteccionismo, y una pérdida de competencia que encarece los precios, deteriora la productividad y reduce el bienestar.
El informe describe con precisión cómo “sectores clave de la economía han visto cómo la burocracia y la rigidez normativa obstaculizan su desarrollo, restando dinamismo a la economía en un contexto internacional cada vez más competitivo”. En un mundo en el que los competidores son globales, las barreras administrativas —plazos, requisitos, inspecciones o formularios— pueden resultar tan disuasorias como los aranceles. Muchos emprendedores no abandonan sus ideas por falta de viabilidad económica, sino por el tiempo y el desgaste emocional que implica superar la tramitación previa.
El problema no es solo que se limite la actividad presente, sino que condiciona la futura. Como recuerda el informe, la libertad de empresa se define por la facilidad para iniciar y gestionar negocios sin regulaciones excesivas, y en España son precisamente esas regulaciones onerosas y redundantes las que inhiben el desarrollo de la actividad económica. A mayor densidad burocrática, menor movilidad social.
España goza de muy mala salud fiscal
Si la burocracia agota, la fiscalidad está drenando a los contribuyentes. España se sitúa en el tramo más bajo del ranking en materia de salud fiscal, que mide la sostenibilidad del sistema tributario y la responsabilidad presupuestaria. No se trata solo de cuánto se recauda, sino de cómo se gestiona y cómo afecta a la economía real.
El IEE señala que “España se encuentra en la posición 33 de los 38 países analizados en salud fiscal, mientras que en gasto público, el nivel excesivo ha interferido negativamente en el desarrollo del sector privado”. La cuestión de fondo no es únicamente el volumen de presión fiscal, sino la combinación de sobrecarga impositiva e inestabilidad normativa, que desemboca en una conflictividad creciente. Las reclamaciones económico-administrativas se dispararon más de un 30% en 2023, “evidenciando que son cada vez más los ciudadanos y las empresas que optan por impugnar liquidaciones o sanciones fiscales”.
Esta situación refleja que el sistema tributario ha pasado de ser un mecanismo de contribución colectiva a convertirse en un ámbito de confrontación interpretativa. Como afirma el documento, “la inseguridad jurídica se suma a una presión tributaria cada vez más alta para erigirse en barreras que limitan la libertad económica en España”. De hecho, la puntuación del país en esta categoría ha caído a 57,7 puntos en 2025, frente a los 62,3 de 2019. No se trata solo de pagar más, sino de no poder prever cuánto, cuándo y bajo qué criterio.
España es uno de los países europeos donde más empresas mantienen recursos abiertos contra la Administración tributaria. En los sistemas fiscales más maduros, el contribuyente es tratado como colaborador. Aquí, como sospechoso. Donde prima la discrecionalidad, no la certeza, la inversión se retrae. La fiscalidad deja de ser un instrumento al servicio del desarrollo para convertirse en un mecanismo de disuasión de la actividad económica.
Una tendencia de deterioro lento pero constante
El informe no se limita a una fotografía estática; analiza también la evolución temporal y concluye que la libertad económica en España no solo es baja en términos absolutos, sino que además ha retrocedido en los últimos años. “La puntuación en la que se encuentra más alejada es de -27,7 puntos (salud fiscal), mientras que la diferencia positiva más elevada son apenas 5 puntos (estabilidad monetaria)”. Es decir, los pocos puntos fuertes de España derivan de factores externos como la pertenencia a la zona euro, que garantiza cierta estabilidad monetaria. En cambio, las debilidades proceden de decisiones políticas internas.
Entre 2005 y 2015, el Índice de Libertad Económica promediaba 67,2 puntos; entre 2015 y 2023 descendió a 66. El Índice de Libertad de Empresa cayó de 77,3 a 72,8. Paralelamente, la rentabilidad empresarial también disminuyó: el excedente neto de explotación sobre valor añadido pasó del 28,1% al 26,5%. Es una tendencia silenciosa, pero sostenida, que refleja un desgaste institucional progresivo. Mientras otros países comparables emprendían reformas para ganar competitividad, España reforzaba estructuras administrativas sin mejorar su eficiencia.
Países como Dinamarca o Suecia, con Estados del bienestar robustos, han apostado por marcos normativos estables y transparentes. En ellos, el Estado no compite con el mercado: lo arbitra. En España, en cambio, tiende a sustituirlo. Donde debería actuar como garante, actúa como protagonista. Donde debería facilitar, supervisa. Donde debería incentivar, grava.
Libertad económica y libertad personal
El informe del IEE no se limita a defender la libertad económica como una cuestión empresarial, sino que la reivindica como un derecho civil y garantizar que cualquier ciudadano pueda emprender, invertir o desarrollar su talento sin que el sistema lo penalice. “La libertad de empresa es uno de los pilares esenciales sobre los que se construye una economía dinámica, innovadora y capaz de generar bienestar social de forma sostenida”, afirma el documento. Cuando prosperar exige más burocracia que creatividad, el sistema no protege a los vulnerables; los condena a permanecer donde están.
Existe una idea muy extendida según la cual el intervencionismo protege a los débiles frente a los poderosos. En la práctica, ocurre lo contrario: la hiperregulación no frena a las grandes corporaciones, las refuerza. Las compañías multinacionales cuentan con recursos para cumplir con normativa compleja; las pequeñas, no. Las reglas diseñadas para equilibrar acaban excluyendo. El exceso regulatorio, lejos de corregir desigualdades, las perpetúa.
Por tanto, más normas, más gasto y más impuestos no implican necesariamente más justicia. A menudo producen el efecto inverso: cronifican las diferencias, dan rigidez al mercado laboral, encarecen la vida y desalientan la iniciativa. Como resume el informe, las dificultades de las empresas españolas para mejorar su rentabilidad no se deben únicamente a problemas de productividad, sino también a un deterioro del marco institucional y a la pérdida de autonomía para desarrollar sus funciones básicas. Cuando emprender se convierte en una hazaña, la economía no progresa, sobrevive.
La libertad como palanca de prosperidad
España no necesita un Estado más grande, sino más eficaz. No requiere más legislación, sino mejores leyes. No demanda mayores cargas fiscales, sino una estructura tributaria estable y predecible. Las sociedades más prósperas no son las más intervenidas, sino las que garantizan un entorno donde la iniciativa privada puede desplegarse con confianza.
El informe del IEE concluye que “los argumentos teóricos se ven reforzados por una realidad empírica que muestra un deterioro tanto de la libertad económica y empresarial en España como de la rentabilidad empresarial” y añade que “un entorno dominado por la incertidumbre normativa y la voracidad fiscal actúa como un freno invisible al progreso”.
A pesar de todo, ve una salida para el caso español si se superan las actuales barreras de inseguridad jurídica e impuestos excesivos para liberar todo el potencial de crecimiento y bienestar en los próximos años.
La libertad para crear riqueza no es un privilegio de las élites, sino un derecho de todos. Es el combustible que mueve a las naciones hacia el avance o las relega al estancamiento. Hoy, España debe elegir: seguir confiando en que el Estado resolverá lo que él mismo entorpece… o devolver la confianza a la creatividad, el esfuerzo y el talento de sus ciudadanos.