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La doble injusticia de las pensiones

16 de noviembre de 2022
Ancianos
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Las pensiones públicas subirán un 8,5% el próximo año. El Gobierno promete así a los pensionistas que no perderán poder adquisitivo pero lo cierto es que los precios han ido subiendo a lo largo de estos últimos meses por encima de los dos dígitos. La brujería presupuestaria de María Jesús Montero pasa por tomar como referencia la media del IPC del último año en lugar del dato interanual, y como la inflación es acumulativa – los precios que suben rara vez descienden- la realidad es que pese a esta subida prometida los pensionistas sí perderán poder adquisitivo. Un drama que se acentúa si tenemos en cuenta que los pensionistas dedican buena parte de su paga a productos de primera necesidad y electricidad, que han subido por encima de la media de los productos y servicios que componen el IPC.

 

Se dibuja así un panorama menos idílico del que pretenden los propagandistas oficiales. Las pensiones son un “derecho” teórico que los trabajadores han ganado tras cotizar a lo largo de toda su vida laboral pero su diseño en España se basa en una ficción en la que todos queremos creer pese a que año a año se demuestra que es un derecho sin ninguna garantía. A la pérdida de poder adquisitivo se suma un empeoramiento de las condiciones como la edad mínima de jubilación, el número de años cotizados o la propia fórmula para determinar la cuantía a la vez que se aumentan las cotizaciones que trabajadores y empresarios deben trabajar. La factura de las pensiones es cada vez más abultada mientras que cada pensión empeora las condiciones que se le prometieron en su día al trabajador. Una estafa en toda regla que solo se permite porque el estafador es el Estado que saquea a los trabajadores actuales para financiar las pensiones de los jubilados en algo que se parece mucho a una estafa piramidal institucionalizada en un insostenible sistema de reparto.

 

Así no solo se engaña a los pensionistas sino que los trabajadores coetáneos, especialmente los más jóvenes, sufren también esta injusticia. Se rompe la llamada equidad intergeneracional porque los últimos en incorporarse al mercado laboral reciben salarios más bajos y pagan más para costear unas pensiones que ellos jamás podrán disfrutar. Ni las personas que se han deslomado toda una vida merecen que en sus últimos años de vida su capacidad adquisitiva se vea mermada ni los más novatos currantes sacrificar sus ingresos para terminar su carrera profesional sin recibir una compensación equivalente al esfuerzo que están haciendo.

 

Una doble injusticia que se asienta sobre ficción en la que nadie quiere dejar de creer por unos incentivos tan perversos como el propio sistema. En el corto plazo a los jubilados no les importa que otros sufraguen sus pensiones mientras la Seguridad Social se las continúe ingresando a final de mes. Por otro lado, en el largo plazo, quienes aspiran a jubilarse piensan que en el futuro otros cumplirán su función. Una rueda que no puede cesar de rodar porque en el momento que pare se derrumbará un entramado que dejaría en evidencia un fracaso colectivo. Y en el fondo nadie está dispuesto a reconocerlo porque creen que la ficción puede prolongarse de forma indefinida y porque supondría constatar que se han dejado engañar.

 

Actualizar las pensiones no debería ser una medida graciosa del gobierno de turno sino que deriva de una obligación del contrato social que conlleva el Estado del Bienestar. Permitir esta pérdida de poder adquisitivo es incumplirlo y el deber de los gestores públicos implica ser responsables fiscalmente para garantizar la sostenibilidad o cambiar el sistema para que sí lo sea. Si no lo hacen es porque les resulta más rentable continuar usando las pensiones para cebar electoralmente a sus votantes. Pero todo tiene un límite.