La sociedad española parece vivir anestesiada bajo el síndrome de la rana hervida, acostumbrándose de forma acomodaticia una lenta pero imparable decadencia. Y tal vez ya sea demasiado tarde para despertar del letargo y saltar fuera de la olla.
Rafael del Pino tenía razón, acertó al sacar a su empresa de España para protegerla de la voracidad de los burócratas. No debió ser una decisión fácil pero a veces la supervivencia debe prevalecer sobre el patriotismo. Al menos a un patriotismo mal entendido. Los mismos que se rieron, tacharon a Ferrovial de antipatriótica o minimizaron su importancia, hoy se rasgan las vestiduras con el asalto del Gobierno a Telefónica. Paso a paso, golpe a golpe, el Estado coloniza el mercado, neutralizándolo aunque en apariencia se mantenga. Así, si algo falla la culpa es de las empresas… aunque éstas estén controladas mayoritariamente por los políticos y sean quienes pongan y quiten a sus presidentes. Ya ocurrió con las Cajas de Ahorro y la historia se repite ahora a gran escala. Es Telefónica, es Indra, pueden ser las eléctricas si no van con cuidado y también los bancos.
La consulta pública planteada por el Gobierno sobre la OPA del BBVA al Sabadell es puro populismo socialista en acción. Durante años muchos empresarios han tratado de contemporizar y agradar a los políticos, no molestar mucho pensando que así podrían crecer bajo su sombra. Pero los directivos que coquetean con los burócratas olvidan que bailándoles el agua tan solo entregan sus armas -y almas-, quedan desprotegidos para ser utilizados, en el mejor de los casos, y asaltados en el peor. Es verdad que a muchos de ellos tampoco les preocupa demasiado, encantados de llenar sus cuentas corrientes a costa de descapitalizar la empresa que dirigen.
Tampoco puede pasar por alto la influencia catalana, vía PSC y pactos con los partidos nacionalistas. Mientras que las empresas han salido de Cataluña el gobierno parece empeñado en conseguir que Cataluña entre en las empresas, no por una decisión de los inversores sino por maniobras forzadas desde ella política gastando en el empeño el dinero de los contribuyentes.
Entre tanto la presión fiscal no deja de aumentar sin que los servicios públicos mejoren en igual medida. Ya ni pagando se consigue lo que antes era básico. Las listas de espera en sanidad la hacen, en la práctica, inaccesible. La red ferroviaria ha dejado de ser fiable con trenes que no llegan y retrasos crónicos… con un ministro que culpa al cambio climático e inexistentes complots saboteadores. En los aeropuertos los cuellos de botella de las torres de control causan cada vez más retrasos. Y, como colofón, el Gran Apagón del pasado abril, que dejó sin luz a medio país y sin excusas al Gobierno.
Lo más grave es que todo esto no es una consecuencia de la mala suerte o de una crisis internacional, sino de decisiones deliberadas. Porque mientras el Ejecutivo presume de “proteger a la clase trabajadora”, empuja a la clase media a la marginalidad y expulsa a las grandes empresas. El sector público crece sin control, engulle recursos, impone normativas delirantes. La pauperización avanza con una economía estancada, subvencionada y hostil al talento. Una economía donde prosperar está mal visto y donde el éxito se castiga con impuestos e, incluso, expropiaciones encubiertas. La bolivarización de España, eso que nunca podía pasar, ya está aquí. A disfrutar lo votado… o a votar con los pies.
No es derrotismo empezar a pensar en marcharse. Es realismo. Es supervivencia. Y tal vez ya sea demasiado tarde. Porque los que se queden tendrán cada vez menos herramientas para prosperar mientras sus menguantes beneficios levantan sospechas y cada euro que ganan será visto como botín a repartir entre los avariciosos burócratas. Huir a tiempo puede ser una victoria. El riesgo es elevado y cierto, porque podemos acabar atrapados en un país que no solo se empobrece, sino que convierte la pobreza en el único mérito. Tal y como están las cosas, tonto el último, y que al salir apague la luz, si es que todavía hay suministro eléctrico.