Dicen que cada año de perro equivale a siete humanos. No sé cuál será la proporción exacta en una publicación impresa, pero llegar a una década en estos tiempos es poco menos que un milagro. Mientras cabeceras históricas y consolidadas sucumbían a la era de internet, La Gaveta se ha construido un nombre propio y ha alcanzado ya los 117 números. Contra todo pronóstico.
Todavía recuerdo el día en el que su director, Antonio Salazar, me propuso colaborar en un proyecto que estaba preparando. Esa idea descabellada es la que toma forma cada mes, con papel y tinta, hasta llegar a sus manos y pasar las páginas como está haciendo ahora mismo. Lo que entonces parecía un capricho editorial hoy se ha convertido en un espacio de resistencia para todos aquellos que cuestionamos los mensajes oficiales, vengan de donde vengan.
Escribir nunca ha sido fácil. Pero hacerlo aquí es, por lo menos, reconfortante. Porque La Gaveta no es un medio más. Es un cajón en el que guardamos lo más valioso: ideas y principios. Y, sobre todo, libertad.
Las ideas de la libertad han encontrado en estas páginas un puerto franco en el que podemos comerciar en libertad. Y ya no abundan si es que alguna vez fue así, ni en España y, si me apuran, en el mundo.
Pero eso el lector ya lo sabe. Lo que tal vez no sepa es que además escribimos en libertad. Algo poco común en el mundo editorial, tiranizado por directores malhumorados o mediocres que se pliegan a lo que pide el algoritmo. Podemos acertar más e incluso equivocarnos, pero siempre con la responsabilidad y la coherencia de que cada palabra sea sincera.
En el ecosistema mediático sobran transmisores de boletines oficiales. Por eso cada vez tropezamos con más copias y pega de notas de prensa sin valor añadido pero con muchos términos relevantes para posicionarse bien en los buscadores. Pero eso no es hacer periodismo, eso es amplificar un mensaje de parte, de forma acrítica y con escaso interés para el lector. Un trabajo que puede hacer una inteligencia artificial con mayor facilidad e incluso mejor de lo que lo haría cualquier redactor.
Aquí mandan las ideas. Antonio Salazar, además de defender la libertad, también la ejerce allí donde tiene mando. Y eso sí que es una extravagancia. En un país donde la independencia periodística es casi un mito, eso convierte a La Gaveta en un enemigo público. Del poder, claro está.
En el uso que hacemos del castellano lo “raro” está cargado de connotaciones negativas, pero se refiere a algo poco frecuente o escaso. Bajo este punto de vista, tal vez sea más ajustado referirse a lo extraordinario. Aquí no hay temas vetados ni censura. Podemos cuestionar a empresarios y políticos por igual. Si escuece, mejor. Esa es la función del periodismo: irritar a los poderosos, no complacerlos.
A pesar de que algunos tratan de maquillar su partidismo con palabras neutras, no se puede eliminar la subjetividad del periodista. Pero si hay que elegir partido, nos quedamos con el de los expoliados por el poder. Si tenemos que estar de parte de alguien, es de los contribuyentes, y no de quienes viven a su costa.
He trabajado en otros medios. Sé lo que es aguantar correcciones absurdas, recortes interesados y llamadas incómodas desde un despacho oficial. Sé lo que es que un artículo acabe en la papelera porque molesta a quien no debe. No es que aquí el teléfono no suene, es que no afecta a lo que escribimos. Eso es La Gaveta.
No me malinterpreten: escribir aquí es un trabajo. Pero uno de esos trabajos que se hacen con gusto. Y después de diez años sigo esperando cada nuevo número como si fuera el primero sin pensar que, algún día, podrá llegar el último.
Todo llegará –y esperemos que sea más tarde que pronto–. Mientras tanto, celebremos juntos esta década de un medio libre cuya única brújula es, precisamente, la libertad.