¿Es usted un nimby?

16 de mayo de 2025
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Bernardo Sagastume
¿Mira con satisfacción que hayan aparecido pintadas con el mensaje “tourists go home”? ¿Está de acuerdo con las voces que claman “Canarias dice basta”? ¿Acudió a manifestaciones contra las prospecciones petrolíferas o firmó manifiestos en tal sentido? ¿Cree que no hay lugar en Fuerteventura para la minería de tierras raras? Pues sépalo desde ahora, es usted un nimby.

El término proviene del acrónimo en inglés que significa “Not In My Back Yard”, que en español se podría traducir como “No en mi patio trasero” y se utiliza para describir la oposición de los residentes de una zona a la construcción o instalación de un proyecto que consideran indeseable o perjudicial, incluso aunque puedan reconocer que ese proyecto es necesario o beneficioso para la sociedad en general.

Se supone que el nimby se manifiesta cuando está de acuerdo con la idea de un determinado proyecto (por ejemplo, una planta de residuos, una antena de telefonía móvil, etc.), pero no quiere que se ubique cerca de su hogar debido a las posibles molestias, la disminución del valor de sus propiedades, el impacto visual, el ruido, los riesgos percibidos para la salud o la seguridad, entre otros factores. En Canarias, sin embargo, se ha inventado el nimby que ni siquiera reconoce que detrás de las molestias puede haber algo bueno.

El nimby canario se oponía al petróleo, pero no acepta que lleva derivados del petróleo en parte de los tejidos con que se viste, en el coche, en su casa y donde pudiera poner la vista. El nimby canario se opone a las líneas de alta tensión en Fuerteventura o en Tenerife (¿recuerdan lo de Vilaflor?), pero quiere que se encienda la luz al pulsar el interruptor. Oficialmente, sin embargo, dice con solemnidad que no estábamos tan mal cuando no había llegado la civilización. También existe la versión académica del nimby, que se esconde detrás de la cháchara de las teorías del decrecimiento. Pero no estamos solos, pensemos que hasta Carlos de Inglaterra fue un nimby, al oponerse (y salirse con la suya) a la arquitectura de Norman Foster en el proyecto de reurbanización de los Chelsea Barracks en 2009.

Todo este fenómeno parece el reflejo de una madurez social que se queda en la adolescencia, donde el miedo a la novedad, o la desconfianza hacia toda iniciativa transformadora, paraliza el avance. En el caso canario, existe el agravante de que se va contra el turismo, motor vital de las islas. Hace no tanto, se llegó a aprobar una moratoria contra nuevos complejos hoteleros, como respuesta a una supuesta saturación turística. Muchas veces se han parado proyectos con la excusa de la flora y la fauna: el caracol de Chira-Soria, los sebadales del Puerto de Granadilla, los zifios de las aguas entre islas… o esa otra fauna, la del turista, aunque en este caso los nimby actúan por rechazo y no buscando su preservación.

Se trata de una resistencia irracional que, lejos de buscar soluciones, se instala en una queja existencial, un rechazo sistemático a todo lo que implique cambio. El fenómeno nimby se ha convertido en el emblema de ese estado pueril que rehúye cualquier sacrificio —o siquiera una leve incomodidad— en nombre del bien común. Pero esa actitud tiene costes: frena inversiones, ahuyenta empleo y alimenta la desconfianza. No es de extrañar, entonces, que en ciertos círculos empiece a calar una percepción inquietante: para atreverse a invertir en Canarias, hoy, hay que estar un poco loco.

En un mundo donde la información circula a velocidad de vértigo, donde la competencia es feroz y la adaptación es clave para no quedarse atrás, la resistencia de unos pocos puede condicionar el futuro de muchos. El nimby, con su negativa infantil al cambio y su invocación constante al miedo, se ha convertido en un freno demasiado caro. Lo que necesitamos son adultos que entiendan que ciertos avances son imprescindibles para garantizar una prosperidad compartida. No se trata de elegir entre turismo o pobreza. Se trata de asumir, con responsabilidad, que hasta los paraísos necesitan alcantarillas. Porque el verdadero lujo no es conservar una isla intacta a toda costa, sino asegurar que, mañana, tengamos algún futuro.