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Esto se ha llenado de negacionistas

4 de marzo de 2022
negacionistas
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Sucedió en un chat de amigos, cuando uno que pasaba un sábado por la Plaza de la Feria vio una concentración de personas frente a la estatua de Pérez Galdós y sacó una foto. Le preguntaron qué era y respondió que era “una mani de negacionistas”. A partir de ahí, se desató una acaloradísima discusión de esas que rompen amistades para siempre, porque ya sabemos que hoy en día las sensibilidades están a flor de piel y con la mínima chispa explota el polvorín.

Algunos decían que por culpa de esos personajes irresponsables nos contagiaríamos todos y otros contestaban que ya basta de desacreditar a los críticos de la política sanitaria en esta pandemia. Tengo que confesar que aunque no intervine en la discusión –no sé si por cobardía o por creer que no merece la pena perder amigos por esto– yo estaba de acuerdo con los segundos.

Pero no por considerarme a mí mismo un negacionista, sino simplemente porque me parece que se debería ya dejar de lado esta palabra o acaso utilizarla solo a fines satíricos, para descalificar cualquier cosa, porque se nos da la gana. Por ejemplo, aquel que simpatiza con los equipos de Pepe Mel sería un negacionista futbolístico, lo mismo que el que escucha reguetón en el coche no puede ser otra cosa que un negacionista musical. No hablemos ya de los que reniegan del sancocho, que deberían ser rotulados como negacionistas de la canariedad, o de los que se ponen mocasines con calcetines blancos, negacionistas ellos del buen vestir.

No creo que falte mucho para llegar a eso, porque la palabra rebota uno y otro día en nuestros tímpanos, ya que la han hecho suya dos grupos peligrosísimos si se trata de la incorporación de neologismos: políticos y periodistas. Son los que tienen más horas de micrófono al día y desde la izquierda ya se está poniendo la palabra negacionista a la altura de otro gran comodín lingüístico, fascista, o bien facha, en su vertiente más informal. Pero la derecha tampoco le hace ascos al mote y se los escucha utilizarlo con ese patetismo de los que adoptan el discurso del adversario sin saberlo.

Negacionistas del cambio climático, negacionistas de la pandemia, negacionistas de las vacunas… hasta los valientes camioneros de Canadá oigo que son tildados de negacionistas en RNE, solo por resistirse a pasar por el aro en las imposiciones autoritarias del presidente Trudeau.

Y cómo de inquietantes fueron esos minutos vividos en el Congreso cuando el doctor Laporte expuso su pensamiento crítico sobre algunos de los tratamientos contra el covid, sin mostrarse en contra, pero sí instando a la reflexión sobre la opacidad de la industria farmacéutica. Fueron inquietantes porque su comparecencia había sido a instancias del PSOE y de Podemos, nada menos. Y tanto que lo fueron que su vídeo hasta fue retirado de YouTube, al haber sido tachado, cómo no, de negacionista (queda pendiente el debate acerca de si el Congreso de los Diputados debe alojar las grabaciones de sus sesiones en una plataforma capaz de censurar lo que sucede en el lugar que se supone es el corazón de la democracia).

Un negacionista era, hasta hace no tanto, alguien que ponía en duda la persecución y voluntad de exterminio del pueblo judío por parte del gobierno de Hitler. Aquellos que tratan de reciclar la constante histórica antisemita basándose en pruebas falsas o medias verdades. No es de extrañar, entonces, que, verdaderos adictos a las manipulaciones como lo son muchos periodistas y políticos, hayan ahora encontrado en esta palabra un filón que les permite una doble operación.

Por un lado, la cacería contra el discrepante de lo que sea que a ellos les convenga defender en cada momento, su señalamiento y cancelación inmediata, su pérdida de voz sin posibilidad alguna de apelación ni revisión de su causa. Y, por el otro lado, la banalización de los antiguos negacionistas, que una vez despojados de la exclusividad del término, pasan, por paradójico que parezca, a ser menos negacionistas de lo que eran. Quizá algunos, la mayoría, no sean conscientes del todo, pero de eso se trata el arte de manipular voluntades, de mostrarse como representantes de los intereses generales y de estampar el signo del oprobio en aquellos que se señalan como los enemigos de todos, para colocar en la picota la mayor cantidad de cabezas posible.