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La Palma como ventana rota

8 de noviembre de 2021
LUN_8401
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Es algo que ocurre cada vez que un terrible desastre causa estragos y arruina a la población de un lugar determinado: no tardan en salir los economistas de la corte a decir que toda la devastación será, en realidad, buena para la economía. Lo veremos y lo oiremos en el caso de La Palma, donde se anuncian inversiones de cientos de millones de euros para la reconstrucción –vaya pedantería de palabra– de la isla tras la erupción del volcán en Cumbre Vieja.

Estamos, como sabemos, ante la falacia de la ventana rota, un clásico ante calamidades sobrevenidas, como guerras o crisis económicas derivadas, como la actual, de una pandemia. La expresó Frédéric Bastiat en el siglo diecinueve, cuando refutó una idea peregrina: que del hecho de que un niño travieso rompiese el cristal de la panadería de su barrio se pudiera sacar un lado bueno, como puede ser la ganancia para algún vidriero. Y que eso, a la larga, iría generando dinero y empleos en forma de espiral.

En estos casos como el de La Palma, dirán que el aumento en el gasto público para infraestructura, restablecimiento de los cultivos, reconstrucción de las casas afectadas, las nuevas carreteras, etc. será un estímulo para la economía palmera y que, al final, creará más riqueza de lo que habría sido de otra manera. Cabe recordar aquí el mal gusto de ese economista tan apreciado por la clase política, Paul Krugman, que después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, no tuvo mejor idea que decir que, después de todo, Manhattan necesitaría nuevos edificios de oficinas y que la reconstrucción generaría un aumento en el gasto beneficioso para el bien general.

Las pérdidas causadas por circunstancias como las del volcán palmero son desgracias graves que, obviamente, dejan a la sociedad más pobre. Se pueden gastar vastas sumas de dinero después de reparar y reconstruir, pero la sociedad todavía corre el riesgo de ser aun más pobre. Cada euro gastado en la reconstrucción es un euro que podría haberse gastado para ampliar el total de los activos materiales de La Palma. Pero, en cambio, ahora habrá de dedicarse a reemplazar lo que se perdió. Es una tragedia de riqueza y de oportunidades desaparecidas, por no decir nada del gran sufrimiento humano.

Pero allí estarán los amantes de lo público, de las políticas “de estímulo”, que no tardarán en creer que esto no solo será maravilloso sino que además dará poder político a la administración que lo lleve adelante. Nunca se detendrán a pensar en aquello que no se ve, para utilizar palabras de Bastiat. Citarán el caso del “Prestige” en Galicia y dirán que la desgracia del chapapote apuntaló al Partido Popular porque gestionó el día después del hundimiento del buque petrolero. Pero no verán la cantidad de turistas que dejaron de llegar a la isla, los plátanos que no se exportaron, las inversiones privadas programadas que no se ejecutaron ni la quiebra de algunos que podrían haber sido prósperos. Es lo que no se ve.

Irán a lo suyo. Es decir, habrá que prepararse –aunque algo ya se está viendo– para que de todo esto se haga rapiña política y para que crean, equivocadamente, que el que gasta el talonario mejor mandará electoralmente en el futuro.

Podrán hacer el mayor gasto, pero las casas y los cultivos perdidos no volverán. No diluirán en un futuro de falsa prosperidad el miedo y el dolor de los vecinos palmeros y los miles de horas y días y años trabajados en esa zona. Cuando se “rompe una ventana”, todo empeora. No hay reconstrucción total más allá de la cabeza de políticos insensatos y adictos al gasto, profetas de la intervención en todo y cultores de la soberbia del boletín oficial.

Creer en todos esos embelecos en medio de una catástrofe los muestra más insensibles aun de lo que los imaginamos. Esto no será una bendición, porque si así fuera, bastaría con rogar a Dios que nos enviase pestes y catástrofes naturales por toda la geografía española para así poder llenar de prosperidad –sostenible e igualitaria– a todos. Y todas.