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Mi casa es mi castillo

27 de noviembre de 2023
the castle
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Las historias simples no están de moda en nuestros días. Preferimos intrincadas tramas en las que nada es lo que parece, donde los malos casi siempre se salen con la suya y llenas de personajes entre los que resulta difícil hallar un ejemplo de rectitud moral. El auge de las series y de las plataformas confirma esto y, al margen de especulaciones acerca de si todo es fruto de un programa político, lo cierto es que el público las elige. Al menos por ahora. Por eso, es reconfortante encontrarse con casos como el de The Castle, una película australiana de 1997 que, pese a ser un enorme éxito en el país océanico, no tuvo una buena distribución fuera de sus fronteras.

Su impacto en la cultura popular australiana fue enorme, a punto tal de que cualquiera de los apreciado lectores al escribir “the castle” en el buscador de gif animados de su Whatsapp se encontrará con pequeñas muestras de las frases más celebradas de la familia protagonista, los Kerrigan. “Tell him he’s dreamin” es la más famosa, dicha por Darryl, el padre, cada vez que su hijo le contaba de alguna oferta de artículos de segunda mano en un periódico parecido al extinto El Baúl. Era su manera de decirle que estaba sobrevalorado. Otra de las frases es “A man’s home is his castle” (“la casa de un hombre es su castillo”) cuyo origen al parecer se remonta al periodo clásico y que de ahí fue retomada por la tradición legal británica. A menudo citada para explicar la barrera que debe haber entre lo privado y lo público, entre lo que uno hace en su intimidad y aquello que nos vincula a la sociedad, también tiene una lectura desde el punto de vista, evidente, de los derechos de propiedad.

Es que los protagonistas son una familia que vive feliz en su casa y a la que quieren expropiar para ampliar el aeropuerto que tienen al lado. Sin embargo, el gobierno y la empresa constructora se topan con la tozudez de los Kerrigan, que no quieren mudarse y defienden su propiedad: “Esto no es una casa, es un hogar”, argumentan para atrincherarse en su castillo. Lo enternecedor de los personajes, a los que se retrata como australianos medios, unos vecinos modestos de la zona suburbana de Melbourne, hace que inmediatamente nos pongamos de su lado. No olvidemos que es esta una película de buenos y malos, como las de antes.

Los Kerrigan demuestran, además, que el valor es subjetivo y que aprecian su casa muy por encima de lo que, supuestamente, vale en el mercado. Los terribles ruidos de los aviones aterrizando y despegando son para ellos música celestial, y encuentran mucha belleza en las torres del alta tensión que les atraviesan el jardín trasero: entienden que ese tendido eléctrico representa lo que el hombre puede lograr, el milagro de la electricidad (los lectores de Ayn Rand sonreirán satisfechos). Para ellos, la casa tiene un valor enorme, en parte porque la han adaptado a sus gustos peculiares y en parte porque está llena de felices recuerdos familiares.

No es la intención de esta página arruinar la sorpresa, contar cómo se resuelve el pleito en el que finalmente desemboca el conflicto entre los gigantes que representan al aeropuerto y los minúsculos Kerrigan, con abogados y altos tribunales de por medio. A eso le llaman “espoilear”. Pero sí recomendar esta película (disponible en archive.org), porque está escrita para entretener y mover a risa en cada una de sus líneas. Pero no solo por eso, sino porque nos lleva a la reflexión sobre los abusos de los gobiernos, sobre cómo se alían con empresarios prebendarios y, en definitiva, porque nos hace pensar qué es lo justo y qué lo injusto. Aquella idea de que la virtud más necesaria de todas para la conservación del mundo es la virtud de la justicia, porque es la suma de todas las virtudes.