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El Che o el triunfo del capitalismo

1 de agosto de 2020
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En el número anterior de esta revista su director, Antonio Salazar, se preocupaba con razón por la incoherencia – y yo añado el mal gusto- de los jóvenes que llevan camisetas estampadas con caras de personajes como el Che y otros ídolos -por no escribir asesinos- de masas mientras derriban y vilipendian a figuras históricas como Winston Churchill. Pero tratemos de ser optimistas, los souvenirs comunistas son una demostración práctica del triunfo del capitalismo. Veamos en qué consiste esta curiosa paradoja.

Todo el proceso que lleva a un chaval -y no tan chaval, porque algunos peinan canas- a llevar uno de estos símbolos es por y gracias al libre mercado. Empecemos por lo más obvio que es la compra de la prenda en cuestión. Con dinero contante y sonante, valoran más una camiseta que otra por lo que pagan por ella lo que les parece un precio justo. No hay trueques ni reparto de ropa, ya sea en un mercadillo o en una tienda, el comunista compra su ropa si es que no lo hace por internet, añadiendo intermediarios y la técnica de este gran invento capitalista. Los vendedores también obtienen pingües beneficios mientras que, posiblemente, las camisetas hayan sido confeccionadas con tejidos comunes en talleres deslocalizados de algún país de Asia que ofrece los costes más competitivos en una eficiente economía de escala para posteriormente haber sido transportadas a otro lugar para y allí estamparse con una mezcla de materiales más o menos duraderos siguiendo la ocurrencia que algún empresario ha tenido en otro punto del planeta. El trabajo manual de este capitalista puro seguramente haya sido cercano a cero pero su idea le habrá supuesto algún que otro beneficio aprovechando el de otros, pura alienación según la teoría marxista. Entre transporte y fabricación también se podría estudiar su huella ecológica que, probablemente, el joven comunista y ecologista de convicción -por algo se les conoce como sandías, verdes por fuera y rojos por dentro- no habrá tenido en cuenta al realizar su compra. El colofón de la paradoja se encuentra sin embargo en la amplia libertad que tienen para proclamar sus ideas e, incluso,  enaltecer a genocidas que idolatran, algo que solo se permite en el sistema que dicen combatir. 

Al fin y al cabo la libertad es un bien moral superior a la coacción y la planificación -inseparables de todo tipo de socialismo- y el único modelo de sociedad abierta que permite en su seno a cada uno vivir según sus principios y expresarse libremente sin ser represaliado. La libertad en todas sus facetas, también la económica, es la que se impone y la que eligen hasta sus detractores, ya sea disfrutando de los beneficios económicos y sociales  del capitalismo como, en el peor de los casos, votando con los pies para huir de los paraísos socialistas en los que ni siquiera ellos mismos quieren vivir. Acaso sea aquello que Fukuyama proclamó el fin de la historia. Vestir camisetas comprometidas, grabar la revolución con el móvil desde el sofá de casa -en algunos casos las de sus progenitores- es cómodo y tiene un escaso coste personal. Este sea quizá su punto más débil: la falta de credibilidad y autenticidad de estos neo-comunistas. No es extraño que sus líderes prefieran vivir en mansiones antes que en falansterios, no predican con el ejemplo y tan solo confirman que el libre mercado es la mejor forma de satisfacer los deseos particulares sin hacer daño al prójimo. 

Claro que nos podemos ahogar en el vaso medio lleno del optimismo si no dejamos de denunciar este tipo de hipocresía ni, lo que es peor, la que desde Gramsci es la estrategia de los enemigos de la libertad ya que según su ingente e interesante literatura el Comunismo usa el capitalismo y la democracia para imponerse. No podemos dar por terminada la historia así como así y frente al último hombre siempre propondrán un nuevo hombre bautizado en alguna de las formas del socialismo. No nos dejemos engañar y recordémosles que ellos son, en realidad, un producto del capitalismo. Y no precisamente el mejor.